viernes, 16 de diciembre de 2011

La mujer que se defendia

Cuando pasa sé que la inmensa mayoría se queda absorto en su cráneo rapado, o en el collar de pinchos que luce pegado al cuello y también en la mirada que de tanto en tanto parece perdida en el horizonte, buscando no se sabe qué, no se sabe donde. Pero yo que siempre he sido una “encontradora de almas”, que las más de las veces sin buscarlas me las he ido tropezando a lo largo de la vida, cuando la miro, todo lo que veo es su esencia.
Es una mujer joven, guapa y dueña de unos ojos que destilan un leve hilillo de tristeza. Su imagen es su coraza, se defiende del mundo ante un posible ataque, aún antes de que éste se  produzca. La agresividad que emana del personaje que se ha creado tiene que deberse a la fuerza al miedo a padecer. Intuyo que ha sufrido mucho, que aún a ratos se relame heridas de esas que nadie ve, pero cuyas cicatrices duran toda una vida, para recordarle a uno de donde viene, aunque las muy perras se nieguen a indicar el camino hacia el que se va.
Le hablo siempre con una suerte de ternura que me nace de lo más profundo porque me identifico mucho con ella, aunque por otras razones y seguro que distintas circunstancias.
La imagino cuando está sola, sentada frente al espejo, maquinilla en mano, rasurándose el cráneo mientras se acaricia la cabeza desprovista de cabello.  Haciendo de ese momento banal todo un ritual, una especie de conmemoración, convirtiendo un simple acto en el homenaje más bonito del mundo a alguien importante que se marchó, quizás, demasiado pronto. Se siente sola pero no lo está, la persona a la que dedica cada uno de sus movimientos cuando se rapa, está detrás de ella, mirándola con una sonrisa en los labios. Sabedora de que sigue morando en cada uno de los pensamientos que se le dedican. Pero ella no puede verla, ocupada como está en verter lágrimas que humedecen  la ausencia. Y yo, por suerte o por desgracia soy capaz de vislumbrar el tesoro que guarda el alma de la mujer que se defiende antes de ser atacada y no puedo menos que alegrarme de conocerla.
De entre todas las personas que conozco, la escogería sin duda a ella para vagar por un lugar oscuro. Que no todo el mundo tiene tanta luz para alumbrar el camino, aunque se empeñen en ocultarlo.



jueves, 24 de noviembre de 2011

No tocaba.

Podría haber sido ayer, miércoles 23 de Noviembre, pero no tocaba aún.
Hace una tarde bonita, son las seis y el sol se ha ido a dormir hace unos minutos. En el horizonte queda un reflejo anaranjado que recuerda que el astro acaba de retirarse y aún dibuja el horizonte con la estela de lo que queda de su luz. No hay mucho tráfico pero es lento, ya que los coches se agolpan en un solo carril a causa de los trabajos que están realizando operarios del ayuntamiento en el alumbrado de navidad.
Voy bien, tengo todo el tiempo del mundo. Cruzo mi ciudad por la avenida principal en contadas ocasiones, de modo que no me molesta tardar más de lo que sería habitual y no me agobian los atascos, será que los sufro poco.
En la radio suena una canción que me levanta el ánimo y me hacen sentir bien, fuerte, segura, llena de vida….”hoy voy a ser la mujer que me dé la gana de ser”, dice. Conduzco mecánicamente, como por inercia, de la misma manera en que lo hacemos el noventa por ciento de los usuarios de automóviles, habituados como estamos a la monotonía de un acto que se ha convertido, aunque no debiera, en reflejo. Casi he llegado a mi destino, estoy parada en un cruce, se abre el semáforo para darme prioridad en una intersección, levanto el  pie izquierdo del embrague y de la misma manera piso el acelerador con el derecho. Mi vehiculo inicia la marcha, en milésimas de segundo miro a mi izquierda, veo por el rabillo del ojo un coche rojo que viene a toda velocidad, no tiene intención de parar, el mío frena en seco. Me quedo en mitad de la carretera sin capacidad de reacción. El infractor ha desaparecido, por el retrovisor echo un vistazo a los que me siguen, están parados, estupefactos. ¿Qué ha pasado, como he frenado tan rápido, qué clase de reflejos he tenido? Sonrío y pienso que alguien vela por mí en alguna parte. Podría haber sido pero no ha sucedido. Hoy es un gran día, “hoy voy a ser la mujer que me de la gana de se”. Hoy la de la guadaña  ha pasado de largo.

sábado, 19 de noviembre de 2011

Artesanos


Un amigo de la infancia me enseñó a pisar fuerte en los momentos duros, mientras corríamos por las playas a ritmo de Heavy Metal.  Su padre me mostró el maravilloso mundo del arte de la conversación. Una actriz me cogió de la mano y me llevó a conocer la lealtad incondicional por los amigos. Una amiga con demasiada prisa por marcharse me quitó el miedo a la muerte de un zarpazo, que la muerte no es mala, lo malo es morirse. Una mujer no me dejó llegar nunca a ella, escogió ser una isla y conocí la soledad más grande, la interior. Un hombre de barbas de nata hizo que mi aniversario del año dos mil ocho sea uno de los recuerdos más bonitos que poseo. Una mariposa me abandonó por una luz más brillante que la mía, pero para eso es una mariposa. Un inglés me educó en la emoción y me enseñó a no sentir vergüenza cuando ésta se derrama.  Un niño de dieciséis años me indico el camino a la serenidad. Un analfabeto emocional me despreció y me ayudó a experimentar la lástima. Una luciérnaga me indicó el camino del afecto cotidiano con su lucecilla, aunque ella se perdía con asiduidad. Otro niño más pequeño que el anterior reiteraba que hay que pensar antes de hablar.  Una ciber-compañera se tomó la molestia de venir a conocerme y plantó el arból de la amistad. Un fotógrafo de cosas que casi nadie ve, me presento un mar distinto, vestido de faralaes y adornado con volantes de sal. Una galesa pelirroja anegó de agradecimiento todo mi ser cuando se acordó de hacerme una llamada para despedirse  para siempre. Otro fotógrafo, éste de Estelas de Jazz, me pidió que escribiera  mi primer libro. Alguien de genio huracanado me lo dejó en herencia para que pudiera desahogarme vehementemente. J, cuyo don es convertir en arte todo lo que toca, me abrió una ventana para ver de cerca como funciona la genialidad. Una doña me enseñó a marcharme cuando algo no fluye con naturalidad para evitar alimentar el desamor. Un escalador me demostró que por mas montañas que se interpongan, hay amistades que no entienden de obstáculos. Una señora hizo de guía turística y ninguna de las dos nos movimos del sofá. Un actor me dejo entrar en su casa y me alentó cuando yo había perdido la fe en mi. Una chica con un caparazón ancestral como el de la tortuga de Darwin me ayudó a aprender a convivir con mis miedos. Un marino me marcó el rumbo a la humildad para poder pedir perdón con naturalidad. Una que me juzgo y me condenó sin darme opción a explicarme me mostró que la libertad es dejar que los demás se equivoquen solos, sin juzgarlos. Una profesora de ojillos vivaces y pañuelos de seda anudados al cuello me enseñó que  los libros son alimento para el alma. Una chica a la que solo conocía de vista me regaló  en un día negro y abisal, el abrazo más cálido que me han dado nunca.  Una irlandesa me dejó una lección inolvidable, “nosotros guiamos nuestro destino, salvo excepciones insalvables”.  Una niña alemana me enseñó a escribir mi nombre en otro idioma y me abrió la puerta a otras lenguas. Un paseo por una ciudad extraña me mostró que la predisposición del ser humano a ayudar a otro que vaga perdido, prevalece sobre la indiferencia. Una amiga de la infancia me hizo tomarme en serio los espejos. Un amigo de cuyo apellido juego a no acordarme, me ofreció un guiño cómplice cuando nadie parecía entenderme. Una viuda me adoptó sin condiciones cuando estuve sola en el extranjero. La sonrisa franca de una desconocida en un momento de dificultad encendió una esperanza hace ya años que aún hoy no me ha abandonado. Un padre al que no conocía me hizo llorar por su dignidad y resignación en la despedida de su hijo.Un editor que perdió su tiempo en leerme y corregirme me dijo que uno hace por otro y luego llega un tercero y hace por uno, y así es exactamente como funciona.  Una madre de siete hijos, me permitió robarle el tiempo del que no disponía y tomarla de confidente. K, que me dijo que mis palabras la habían acompañado en muchos momentos y entendí que su calidez me nutre. Un músico puso banda sonora a mi vida y aún resuenan sus notas en mis oídos.
Gano mucho más de lo que doy y guardo mucho más de lo que pierdo. He aprendido que cuando uno dice “no puedo más” todavía puede continuar mucho tiempo. A todos los artesanos de emociones que he mencionado y sobre todo a los que he olvidado Gracias!



miércoles, 16 de noviembre de 2011

Carreras en el cielo

Roberta apoya la mejilla en la ventanilla del coche. El tintineo del motor que hace temblar el cristal le produce una suerte de cosquilleo que le calma los nervios. El paisaje  es precioso, una delicia para el visitante y un orgullo para el oriundo. Italia es rica en lagos, parajes verdes, viñedos, edificaciones solemnes de familias con solera y escudo y construcciones añejas mecidas en lo que un día fue la cuna del mundo. Pero Roberta no puede ver nada. Sus ojos miran hacia el infinito, clavados en un horizonte azul que nada muestra y que todo encierra. Mirar sin ver es uno de los actos reflejos que más practica el ser humano, aún sin darse cuenta muchas veces, pero ella es consciente de su pecado. No hay nada ahí fuera capaz de llamar su atención, nada que la atraiga o la conmueva. No hay nada.
Luigi conduce en silencio, hace ya meses que no cruzan más que las palabras estrictamente necesarias. No saben que decirse, perdieron en un instante la capacidad de comunicarse, de contarse sus sentimientos, de arroparse el uno al otro, de tenderse una mano o darse un abrazo en la oscuridad del camino. A Luigi lo criaron en una familia típicamente mediterránea, con ese absurdo convencimiento de que los hombres no pueden tropezar ni mostrar debilidad. Un hombre es un hombre y no hay lugar en su interior para sentimentalismos que no llevan a ninguna parte y que tan poco respeto inspira a los demás.
La mira de reojo, hace meses que la observa, ve como Roberta se va ahogando en un mar de silencio, el mismo que ellos se han impuesto de mutuo acuerdo con sólo cruzar las miradas.

Van llegando a su destino. Levanta el pie del acelerador, duda un momento pero Roberta sale de su ensimismamiento y le ordena sin palabras continuar. El obedece y toman el camino de tierra que les lleva a su destino.

Cuando llegan se bajan los dos del coche y sigue el perpetuo silencio. Ella saca unos mazapanes envueltos en un paño de cuadros rojos y blancos, dulce típico de Sicilia, su casa. Le tiemblan las manos pero se insufla valor, aminorando el paso, dando tiempo a Luigi a llegar a su lado. Caminan juntos. Llaman a la puerta, un perro ladra alertado por el timbre, tardan un poco pero se oyen pasos que se acercan.
La puerta se abre y un hombre encorvado que se adivina un día fue grande asoma, abatido, con los hombros caídos y  los ojos cansados de buscar, escondidos tras sus gafas graduadas.

Roberta da un paso, le adelanta el presente e intenta que la voz no se le rompa justo ahora.

-         Hola Paolo, mi marido y yo, hemos venido a presentaros nuestros respetos. Nuestro único hijo murió hace dos meses en un accidente de moto, como el vuestro y hemos pensado que si os ofrecíamos un poco de aliento quizás….

No puede continuar se le quiebran las buenas intenciones, la voz y el alma. Se abalanza sobre Paolo, lo abraza, llora desconsoladamente y se aferra con fuerza a ese hombre como si hacerlo pudiera purgarle el dolor que trae a cuestas.

Luigi no se mueve. Incapaz de reaccionar al ver a Roberta por fin partirse en dos. Sólo llora por primera vez desde aquél día.

Paolo la abraza a su vez, mira al marido y esboza una mueca, algo parecido a una sonrisa.

El jardín está lleno de flores, de velas, de fotografías, de regalos que personas llegadas de todo el país han ido dejando en los últimos días.

-         Está bien, tranquila, llora. Los niños están enseñando a los ángeles a ganar carreras. Mírame a mí, creo que aún no he reaccionado. Sigo trastornado y sin embargo personas desconocidas como tu me dan una fuerza que nunca creí que sería capaz de tener. Venías a consolarme y soy yo el que te consuela. Si algo me ha enseñado mi hijo es que era especial. Cientos de desconocidos han venido a mostrarnos su cariño. Y yo que pensé que eso de “te acompaño en el sentimiento” eran sólo palabras, he descubierto que tienen un significado. La partida de mi hijo me ha demostrado que estamos en el mismo mundo, que tenemos los mismos miedos y que padecemos los mismos sufrimientos. Mi hijo ha destapado en nuestra vida, la grandeza del ser humano. 


jueves, 20 de octubre de 2011

La herida

Han pasado tantos años desde que me marché que no sé muy bien lo que espero encontrar a mi regreso. Toda mi infancia se ha ido diluyendo como se disuelve la gelatina en el agua, formando un pasado de solidez y color hechos a mi medida. Soy consciente de haber mitificado lugares, personas y situaciones, que para eso la única ventaja que dan el paso del tiempo y la muerte, es la posibilidad de distorsionar a tu antojo una realidad que aunque sea paralela, no deja por ello de ser menos veraz que la original.
Y vuelvo hoy, después de veintitantos años, a este callejón donde corrí sin descanso, donde aprendí a montar en bicicleta y donde me dejé parte de la rodilla derecha enganchada en el guardabarros mohoso de un seiscientos pintado en un verde mate que nunca más he vuelto a ver.
La fachada de lo que un día fue el nido de mis primeros años está intacta, añeja por el paso del tiempo y el sedimento que ha dejado la humedad de los fríos días de invierno, pero intacta al fin y al cabo. Los azulejos que decoraban la entrada siguen allí, sin haber perdido un ápice de colorido ni del brillo que recordaba.
Las ventanas, una a cada lado de la puerta, están como ésta última, tapiadas con ladrillo rojo y cemento gris. Queda intacto también el timbre al que no solía llegar ni aún subiéndome en el escalón de la entrada y que ahora, no sin sorpresa descubro que me queda a mano sin tener que levantar mucho el brazo.
Decido que me voy, no hay nada que ver, no queda ya nadie. Y justo cuando doy un paso atrás mi cabeza se gira automáticamente a la puerta de la casa contigua. Y me acuerdo que solía vivir allí la abuela de una niña con la que yo compartía juegos y meriendas de pan con leche condensada rociada de unas cucharadas de cola-cao que se te pegaba a la garganta y te hacía toser durante media hora, dejándote un regusto a cacao seco en la boca el resto del día.
La puerta es la misma, de cuarterones color marrón y con una ventana enrejada en medio que está abierta. Lo pienso pero llamo con los nudillos sin dudar. Y para mi sorpresa la señora que sale es un rostro familiar, lejano pero que he visto antes.
Le pregunto si desde su azotea podría ver la casa contigua y me dice que no está en venta, no quiero comprarla es la casa de mi familia. Se hace un silencio de segundos que a mi me parece una eternidad y de repente ella también me reconoce. Me invita a entrar y me indica la escalera por donde he de subir, me esperará abajo, no tiene las piernas para tanto esfuerzo, los años no han pasado gratuitamente para nadie.
Subo los peldaños de dos en dos con paso firme. Creía recordar más escalones, se ve que con el crecimiento de mi cuerpo ha menguado todo a mi alrededor. Me siento Alicia por un día.
Entre ésta casa y la que un día fue mía hay un muro que me llega a la cintura. Me asomo. El solar que hay ante mí escuece como una herida abierta. No tiene techo, sólo quedan las cuatro paredes; la fachada que ya he visto, la que hace de muro adosado a ésta vecina, la que soporta la casa del otro lado y el muro trasero. Aún queda en pie un cuadrado, un patio interior que daba al salón, baño, pasillo y dormitorio principal y cuyos ventanales inundaban de luz todas esas estancias. El baño era de azulejos negros y suelo blanco y negro también, como un damero. Los de la pared permanecen intactos, no se ha caído ninguno. El suelo no se aprecia, hay maleza por todos lados, el níspero que un día estuvo en el patio ha echado raíces por toda la casa y sus ramas dan sombra a lo que un día albergó la cocina. Esa cocina donde se guisaban patatas con raya, chivo en caldereta o puchero con hierbabuena y que aún si hago un esfuerzo y casi sin cerrar los ojos, puedo volver a oler con inusitada intensidad. Nada es tan enorme como yo he creído todos estos años, nada es como lo he conservado en mi memoria y sin embargo lo que queda es completamente reconocible y familiar.
Aspiro profundamente, lleno los pulmones de ese aire húmedo y gris que envuelve esta ciudad y deshago el camino hacia la planta baja. La vecina me dice que hace muchos años que nadie va por allí, que la casa se deterioró y un día se vino abajo.
Le doy las gracias a la buena mujer, me besa y me abraza y me despido.
De camino de vuelta a mi vida actual me doy cuenta de que este viaje al pasado era tan necesario como reparador. Mi herida sigue tan abierta como la casa, en canal. Pero comprendo que ya nada queda en lo que acabo de dejar atrás. Todo está dentro de mi, todo lo que fui y lo que me ha hecho llegar a ser lo que soy ahora está dentro de mi corazón. La casa se cayó por la indiferencia, de soledad y de pena. Y así es como caemos también las personas cuando morimos, disueltas en el olvido.
Pero mi rostro esboza una sonrisa amarga, no tengo que volver nunca más, donde quiera que vaya vivirá aquel callejón tal como yo lo conocí un día, lleno de flores, de mujeres encalando y de chiquillos ruidosos. Y el dueño de la casa, ése, ése seguirá siendo una herida sangrante que no voy a cerrar nunca. Hay veces que el dolor es necesario,  nos mantienen conscientes. Hay heridas que a la vez que nos queman nos sonríen, nos besan y nos acarician y esas heridas me recuerdan que el dueño de la casa sigue caminando comigo donde quiera que yo vaya. Él no vaga solo y yo tampoco, la vida se encargó de anclarlo fuertemente al puerto de mi memoria.



viernes, 14 de octubre de 2011

J


Yo conozco a un hombre cuyas manos tejen con infinita e impecable sapiencia. Trenza hilos con soberana maestría, de manera similar, si se me permite la vanidad de compararme con alguien que brilla con luz propia, a como yo hilvano las palabras que forman las humildes frases que luego lanzo contra el viento y que a veces, tengo la suerte de que arriben al puerto de algunos ojos. Es un hombre cuyos estilizados dedos invitan a menudo a unas agujas a bailar un baile de salón. Éstas se prestan con devoción, como una dama ansiosa por voltear alrededor de una sala, al son de músicas celestiales que las transporten más allá del límite del abismo de una pura e inmaculada creación. Es un hombre de tamaño medio que no necesita de más corpulencia para cobijar dentro de su alma un tesoro más grande y a un ser más lleno de arte y de amor a partes iguales. ....
La vida que es tremendamente generosa conmigo, a pesar de los desplantes que le hago a veces, queriendo o sin querer, abrió un día un resquicio para que me colara en su vereda y me permitió echar un vistazo a todo lo que rodeaba su mundo interior. Yo que no entiendo de dioses ni de religiones, cerré los ojos e imploré a lo más grande y más profundo no tener que irme nunca. ....
Esa misma vida que es un metro que está a punto de partir la mayoría de las veces, fue complaciente conmigo oyó mi plegaria  e hizo justo lo contrario. Arribó un verano a un andén lleno de flores de colores, donde jugaba una niña que nos miró a los dos, uniendo lo que quizás de otro modo nunca hubiera sido más que un camino paralelo, de esos que se miran de soslayo y nunca se cruzan entre sí. ...Y me regaló a mi compadre!


miércoles, 7 de septiembre de 2011

Un hombre y un puerto

Hay hombres que con la mirada te desabrochan el vestido y con una sonrisa te acarician la piel aún en  la distancia. Él es uno de esos hombres, irresistiblemente atractivos, que vuelve cabezas por donde pasa y que aunque no se note a simple vista, camina protegiéndose permanentemente. En una palabra, un duro como los de áquellas películas en blanco y negro. Lleva esculpida bajo la epidermis una coraza de romano, con sus abdominales, sus bíceps y tríceps, sus trapecios; todo un espectáculo andante. Conscientemente marca su musculatura ya de por si portentosa, más para distraer tu atención y alejarte de la curiosidad de querer escarbar en su interior, en el mapa de sus emociones, que para atraerte.
Es amable y encantador de serpientes si la jornada le es propicia, pero en caso contrario puede llegar a ser ordinario y vulgar empleando un lenguaje tan soez, que te si te descuidas puede quebrarte en lo más hondo con la facilidad que se rasga una hoja seca. A veces también se muestra tan delicado que al cogerte la mano,  te hará sentir como a una frágil bailarina de cristal a la que trasladan de estantería.
Repite una y mil veces que no quiere que te asomes a su interior, que no es lo suficientemente bueno para mostrar todo lo que alberga y que no desea que le veas el alma.
Es un hombre grande, no de tamaño, que es normal, si no de espíritu. Busca la perfección constantemente y aunque la ha alcanzado físicamente hace ya mucho tiempo, no cree haber llegado a rozar el borde de la excelencia interior con la yema de los dedos.
En él se entremezclan, como dos piezas de un puzzle perfecto el ying y el yang. Y hasta cuando su ferocidad alcanza cotas inimaginables para quien no haya presenciado uno de sus ataques de ira, raya lo sublime.
A este tipo de hombres se le odia o se le ama con la misma intensidad, con ellos no existe el término medio. Hay que disponer de un sentimiento de amor incondicional para esconder bajo un tupido y espeso velo sus torpes tropiezos. Que hay que reconocer que no son más que el fruto de su búsqueda por ser mejor y más perfecto.
Y hoy, cuando lo veo por la calle, marcando el paso como si fuera un hombre que a pesar de estar perdido sabe a donde va, volviendo las cabezas a ambos sexos, henchidos de admiración hacia su persona, sólo puedo recordar nuestra adolescencia juntos.
El me enseño a caminar erguida aún cuando el dolor me doble el esternón, a sonreír al enemigo antes de su burdo ataque y a marcharme despacio sin hacer ruido cuando todo lo que se oye alrededor es rotura de cristales.
Y el sigue su camino, imponente, apoyada su osamenta sobre las poderosas columnas de sus piernas, mostrando una seguridad de la que carece y rebosando de la incertidumbre de quien  no sabe que está buscando.
Y es paradójico que ese mismo hombre tan fuerte por fuera como frágil por dentro, ese que no se siente aún anclado a ningún puerto, me haya enseñado a mi, a atracar mi barco en aguas calmadas bañadas por soles templados.






lunes, 29 de agosto de 2011

Al gato, si!


Nos vamos de casa rural. 
El pueblo es pequeño, está muy por encima del nivel del mar y relativamente cerca, pero aún así no lo había visitado antes.
Cuando vemos la casita no sabemos si echarnos a reír o llorar directamente. Está construida en el borde de un desfiladero, aunque en realidad han tenido que hacerle una base recta sujetada por vigas de madera que sobresalen del terreno escarpado, mostrando una fragilidad pasmosa que da miedo si lo piensas mucho.
Es una casa de gnomos. Casita de madera con contraventanas de juguete y una puertecita  ante la que hay que inclinarse por muy bajito que seas.
Al pasar al interior vemos que tiene una cocina americana, un saloncito con chimenea y dos habitaciones en la planta baja, la tercera está ubicada en la buhardilla de techo inclinado donde acomodamos a los niños, que para ellos es más fácil moverse en tan poca altura.
Justo en la entrada hay un porche pequeñito, guardando perfecta proporción con el tamaño del resto de la casita. Tiene una mesa de madera con bancos corridos, sujetados al suelo por clavos y una pequeña barbacoa donde pensamos hacer la cena.
Hasta esa hora decidimos irnos al pueblo a dar una vuelta y más que una vuelta resulta una escalada. ¡Cuántas cuestas en tan pocas calles! Noto que me falta el aire y pienso que puede ser alergia, buscamos la única farmacia que hay y compro un antihistamínico que me ayude a pasar lo que intuyo será una noche larga y asfixiante.  Volvemos a la casita, todos jadeando por el esfuerzo, no comprendo como nadie puede vivir en un lugar tan inclinado, y desde luego mi admiración crece cuando veo ancianos subir sin necesidad de ayudarse si tan quiera de un bastón. ¡Lo que hace la costumbre! Me digo a mi misma.
Encendemos la lumbre donde asaremos carne y patatas que haremos envueltas en papel de aluminio en las brasas de la barbacoa y también  preparamos una ensaladita.
Y entonces aparece él, recién salido de la nada…Está flaco, tiene los ojos verdes, como todo felino que se precie y el pelaje naranja con rayas rubias. Maúlla despacito, como sin fuerzas y a mí que no me gustan nada los bichos, intuyo que me va  a dar la noche el tierno animalito.
Ronronea refregándonos el lomo por las piernas a todos y yo sonrío con cara de circunstancias, no sea que los demás piensen que estoy deshumanizada, pero cada vez que me roza, pienso en la cantidad de pelos que me estará dejando el gatito en los pantalones y en el peste que huele la grasa de pelaje de bichito.
Los niños se lo están pasando en grande, corretean con el animal, juegan, le acarician y él se deja hacer.
Nos sentamos a comer y entre otros manjares disfrutamos  de un buen pollo, todos devoran con avidez, debe ser cierto que el campo abre el apetito.
Alguien le da de cenar al lindo gatito, un poquito de pollo, unos trocitos de patata asada, hasta lechuga como el bicho y yo que siempre pienso que a la gente que come mucha lechuga se le acaba por poner cara de tortuga, me da por pensar en un gato con la cara de la mascota de Darwin.
La noche va a ser movidita, entre el polvo que hay en la casa, esa legión de ácaros dándose empellones para entrar el primero en mi organismo, el asma que empieza a inundarme los bronquios y la visión del gato enmascarado con cara arrugada de tortuga, soberviene oscuridad cargada, dicho sea de paso,  de la intuición de que voy a vivir una velada inolvidable.
Y mis peores augurios se cumplen. Efectivamente, cuando todos duermen desde hace mucho rato y el silencio se cuela por cada una de las rendijas de la casa, un pitido muy simpático se adueña de mi pecho, la música de la banda sonora de mi alergia. Me siento en una silla, voy a dificultarle a la simpática legión de visitantes todo lo que pueda, el trabajo de la invasión de mis vías respiratorias. Pasan las horas y a la dificultad que representa cada bocanada de aire que doy, se le suma el valor añadido de una tos, seca, cansina y persistente que insiste en hacer los coros de la banda de música que llevo dentro.
La noche pasa lentamente y a pesar de que el cansancio me vence soy incapaz de cerrar los ojos. El asma no quiere darme tregua y me mantiene en vilo hasta que amanece finalmente, trayendo la esperanza de lo que puede ser quizás, un día tranquilo.
Cuando todos se levantan desayunamos juntos, uno de los niños, de pelo rojo como el lindo gatito y con quien ha hecho particulares buenas migas, quizás por la simpatía que ha despertado el felino en el chiquillo ante la semejanza de color del pelaje, abre la puerta del porche y sale disparado buscando a su nuevo compañero de juegos.
Pero lo que se adivinaba como una estupenda mañana de domingo se torna de repente en una tragicomedia indescriptible, aunque voy a intentar contarla con la máxima seriedad.
El niño pone el pie en el escalón de acceso a la calle, ve algo y horrorizado entra de nuevo como si un ente superior le hubiera empujado hacia dentro con todas sus fuerzas…
-         Mamá el gato se ha muerto!!
Nos quedamos todos en silencio, salimos a la puerta y nos encontramos al bicho literalmente tieso, con las patas hacia arriba, tumbado sobre la rejilla de la barbacoa.
Debo de ser de una crueldad extrema porque la risa se da empellones trepando por mi garganta y la ahogo como puedo para no herir susceptibilidades.
Una de las personas que viene con nosotros palidece, ama profundamente a los animales, se acerca, lo coge, quiere enterrarlo, se le saltan unas lágrimas.
Y yo que guardo silencio pienso: - ¿Cómo se te ocurre darle pollo a un gato criatura? Fijo que se ha atragantado con un hueso. Pero claro a ver como le digo nada, mejor me callo que bastante tiene con la pena…
¿Y la barbacoa? Qué asco seguro que antes se han muerto más bichos sobre la rejilla y anoche nos hartamos de comer…anda que el que venga detrás!!!!!
Hacemos un silencio respetuoso en todos los casos, menos en el mío, que lamento decir viene impuesto a propósito para no soltar una carcajada. Con la noche que me han dado los ácaros, el asco que todavía me dan pelos del finado pegados a mi pantalón y la alergia que me dan los bichos en general, mejor me callo y dejo pasar este rato en el que me debato entre salir corriendo y partirme de risa ante tan ridícula situación.
Enterramos al animalito, guardamos un minuto de silencio y me monto la primera en el coche para salir  de aquél pueblo del que nunca olvidaré el nombre porque hasta para eso hemos tenido mala suerte…Algatocín. Que ya quedará grabado para siempre en mi memoria como “Al gato, si”.


miércoles, 24 de agosto de 2011

La portada


-       ¿Diga? –contesté con voz de ultratumba-.
-       Buena la has hecho, si querías impresionarnos te has superado, nos vas a matar a disgustos…
-      Mamá, como no te expliques mejor,-dije aún adormilada-, ¿qué hora es? ¿qué pasa ahora?
-       Son las ocho de la mañana y si quieres saber la que has liado vete a la calle verás que pronto te enteras.
Mi madre me colgó el teléfono y ni me inmuté, la pobre mujer era una histérica-depresiva que se había pasado la vida intentando jugar con la mía a los barcos, sólo que hasta ahora no había conseguido hundirme ni de refilón, pero he de reconocer que me dejó en ascuas. Así que me levanté y después de darme una ducha y tomarme un café bebido salí a la calle a buscar la respuesta de tan maño cabreo.
Antes de irme a la redacción pasé por el quiosco de siempre a comprar la prensa. Cogí mis diarios, para el que trabajo y los de la competencia y cuando fui a pagar, Manolo, el quiosquero, me metió entre los periódicos un ejemplar de Interviú y sonriendo socarronamente me dijo: -A este invita la casa-.
Camino de mi coche sonó el móvil, era Andrés, un amigo de toda la vida que vivía en Madrid y se ganaba la vida como actor. El día antes lo había dejado en el Ave que lo llevaría de vuelta a casa después de haber pasado juntos el fin de semana.
-       Hola cielo! ¿Llegaste muy tarde?
-       Tía estoy acojonado, tengo taco de periodistas en mi puerta, mis padres tienen un disgusto enorme, me cago en todo, ¿no has podido pararlo?, trabajas en esto!!!!!
-       Eres la segunda persona que me llama hoy para darme la bronca, ¿se puede saber qué está pasando? –dije cansada de una situación que se me escapaba-.
-       Lo que faltaba, ¿no me digas que no lo sabes?, bueno mejor que te lo diga yo, que a mi me lo ha enseñado el portero de mi casa y quería morirme…Compra el interviú y luego me llamas, –y colgó-.
No me dio tiempo a asimilar sus palabras cuando mecánicamente abrí los diarios y allí estaba la respuesta a mis interrogantes, en la portada de la revista, Andrés y yo, en todo nuestro esplendor, saliendo de una piscina a media noche, divinos de la muerte, entre risas y bromas, pero en pelotas.
-¡Qué hijos de la gran puta!-solté en voz alta en mitad de la calle, el barrendero me miró y su sonrisita lasciva me mosqueo mucho más de lo que ya, de por si, estaba-.
No me cogió de sorpresa las artes que se gastaban muchos en mi gremio, estaba cansada de ver como se ganaba una cantidad indecente de dinero publicando las miserias de los famosos, pero esto era más de lo que nunca llegué a imaginar.
La noche de autos, éramos un grupo de gente celebrando una fiesta en una casa, pocos, unos seis, todos amigos de toda la vida, o eso creíamos. La vivienda en la que estábamos era un ámbito privado, pero al autor de las instantáneas le había importado poco. Sabía quien las había hecho y también la razón de que su firma no apareciera en el reportaje.
Tenía náuseas. Me paré y entré en un bar, pedí una infusión y me senté al fondo, donde nadie pudiera verme. Abrí la revista y tomé aire. Las fotos eran parecidas entre sí, sólo se nos veía a nosotros dos, vende más una noche erótico-romántica entre famoso y periodista, que seis personas en una cena que se dan un baño sin ropa en un momento puntual. Lo peor de todo era mi padre, estaba enfermo del corazón y eso me intranquilizaba. Andrés y yo nunca mantuvimos una relación amorosa, pero eso daba igual. De hecho a los dos nos gustaba el mismo género. Ahora vendrían rodados una serie de programas que lanzarían una batería de farsas y calumnias, pero la maquinaria ya se había puesto en marcha. En estos casos siempre es mejor no desmentir, no entrar a formar parte de la atracción circense. Llamé a Andrés y le dije que se quitase de en medio unos días, hasta que pasase la marabunta. Todo se pasa, afortunadamente, ya nadie se acuerda del “descuido” de aquella joven marquesa en una discoteca y tampoco de la “pillada in frangati”, cuando aún eran amantes y casados ambos, entre una reina de papel couché y un entonces ministro. Ambos reportajes fueron firmados por el mismo cabrón que había hecho éste.
Mi teléfono sonó, sacándome de mi ensimismamiento. Era mi hermano.
-Niña, ¿dónde estás? A papá le ha dado un infarto, estamos en el hospital….Ven en cuanto puedas.
Lo demás se sucedió con una rapidez pasmosa, no sé muy bien lo que pasó a mi alrededor, llantos, cientos de formularios que rellenar para organizar el funeral, amigos cercanos y lejanos que vinieron a darnos las condolencias, curiosos y compañeros, (mejor dicho aves de rapiña que compartían conmigo profesión aunque no tuviéramos nada que ver en las formas ni en el fondo), y que tuvieron que ser expulsados del tanatorio por los agentes de seguridad privada del recinto y mi caos interior, que me inundaba como un tsunami emocional si dejarme centrarme en nada…
Todos sentían el dolor de una pérdida grande e inesperada. A pesar de su enfermedad, que estaba controlada, nada hacia presagiar ese final de manera tan súbita. A toda la familia le invadió la pena, yo, además, sentí una losa sobre el pecho que no me dejaba respirar. Mi madre me miraba inquisitiva, me culpaba, lo sabía, podía sentirlo. Mi hermano no me  habló desde que nos comunicaron la noticia y yo no dejé de atender a la gente, no podía parar, no quería, necesitaba no pensar.
Andrés me llamó, le dije que no se le ocurriera aparecer. Era mi amigo de toda la vida, mi alma gemela, sabía que lo sentía casi como yo, pero que viniese sólo haría aumentar el morbo y echar más leña al fuego. Me repetí a mi misma que no “hay males que duren más que yo”. Tenía que ser fuerte y esperar a que pasase el momento nefasto que estaba viviendo.
Un poco aturdida, salí a tomar un café a la máquina que había en el pasillo. Varias puertas comunicaban con el mismo hall, eran diferentes salas de duelo. Más gente sufriendo pérdidas, seguramente, irreemplazables. Iba cabizbaja, me sentía hundida y de pronto, me tropecé con alguien.
-Perdón –musité-.
Y al levantar el rostro le vi, era José, trabajaba entre otras, para mi empresa, era freelance, (fotógrafo ó paparazzi – palabra que se había puesto de moda hacía sólo unos años-, que iba por libre y vendía su material al mejor postor). José estaba en la cena, era “amigo”  desde hacía muchísimos años y era el que nos había vendido.
¿Había venido a hacer la segunda parte del reportaje de su vida a costa de mi familia?
-Lo siento –me dijo en un susurro-.
El próximo eco que se oyó retumbar en las paredes, fue el sonido de la tremenda bofetada que le di sin siquiera pensármelo.
Se hizo un segundo de silencio, se abrieron las puertas de las 2 salas ocupadas en ese momento por familiares de difuntos.
De una de ellas salió el hermano de José, mientras éste me miraba aturdido, aún sin reaccionar.
-Siento mucho la pérdida de tu padre, -dijo Manuel-, mira como es la vida de perra, la mujer de José se mató ayer en un accidente.
Miré a José, las lágrimas acudieron a sus ojos….Y una única frase me vino a la mente en ese momento, un refrán que habla de arrieros y de caminos, pero me dije que la vida hace algunas veces raros malabares y que bastante tenemos con intentar no perder el equilibrio.

viernes, 15 de julio de 2011

Bajo las ruedas


No tengo tantos años, pero empieza ha hacer mucho tiempo de algunas cosas, de demasiadas quizás.
Nunca he olvidado el mensaje que lleva un libro de Herman Hesse llamado “Bajo las ruedas”. Por lo duro, por lo real y por lo cotidiano de la situación que describe con una maestría impresionante.
Intento estar por encima del bien y del mal en determinadas situaciones, sobre todo en aquellas que no te llevan a ninguna parte y que si pueden hacerte erosión en la capa externa de la piel o del espíritu, (que para erosionar capas más profundas se necesitan algo más que malas intenciones, al menos en mi caso).
El tema es que hoy muy temprano, una mujer a la que conozco poco y que además no es santo de mi devoción por causas diversas, me comenta que un tercero mantiene un affair con otr@ que evidentemente no es su pareja.
En primer lugar la interrogación se apodera de mis arterias, para dar paso luego a una especie de amargor que sube por la boca del estómago. Respiro profundo cuando oigo el manido comentario de…”pero no digas nada”. Siempre me he preguntado si esa frase encierra un acto de contrición donde el interlocutor entona el “mea culpa” de antemano, y es por eso que no quiere que se sepa una cosa que conoce falsa previamente, o si por el contrario, es un burdo intento de minar la “reputación”,(que por eso digo que me siento vieja porque a estas alturas de la vida he aprendido que la reputación no te la haces, te la hacen), y hay que esconder todo atisbo de luz en una nimiedad que a pesar de serlo, puede también resultar dañina, perversa e incluso mortal para algunas personas.
Todo esto de lo que hoy quiero dejar constancia no es más que un intento, quizás vano, de recordar que tenemos la obligación de no olvidar que los comentarios igual que puedan ensalzar a una persona pueden destruirla. Que no hay más que encender una mecha y dejar que la pólvora vaya encontrando su camino en el boca a boca para hacer de la existencia de alguien un verdadero infierno. Que todos y cada uno de nosotros podemos terminar bajo las ruedas de la maledicencia de cualquier descerebrado. Y que a pesar de saberlo, seguimos pisando el acelerador con demasiada asiduidad, eso si, a toro pasado ninguno de nosotros provocó la primera chispa.





jueves, 30 de junio de 2011

Miradas

Hay miradas que te desabrochan el vestido y miradas que te abrochan el alma. Eso decía mi abuela, es una frase con la que hemos crecido todas las mujeres de la familia. Luego cuando eras lo suficientemente mayor como para entenderlo te explicaban que nunca se sabe que es mejor, que la primera puede hacerte sentir violenta o deseada dependiendo del dueño de los ojos, pero que igualmente puede producir una infinita ternura o una inmensa desazón la segunda, por idénticas razones.....
Cada mañana acudía  a desayunar a un bar cerca del trabajo, era un lugar limpio, cómodo y cuyo personal no solía inmiscuirse en los asuntos de los clientes, no daban conversación por compromiso y tampoco te preguntaban que libro traías hoy bajo el brazo. Te dejaban hacer, tomarte el café y observar por la ventana, o leer, o simplemente quedarte en blanco y eso  es algo que por la mañana, agradezco mucho.....
Un día como otro cualquiera al ir a pagar me dijeron que ya habían pagado. Sorprendida pregunté por la persona para darle las gracias, aunque en realidad lo que me mataba era la curiosidad. El camarero me dijo que mi benefactor mañanero prefería mantenerse en el anonimato.....

Salí a la calle con las mejillas acaloradas, producido tal efecto por una mezcla de ofuscación y embarazo a partes iguales y no pensé más en ello.....
La operación se repitió un día tras otro y desde entonces cogí la quizás, indiscreta costumbre de escudriñar a todos y cada uno de los clientes. Los había altos y bajos, unos que hablaban a gritos y otros que desayunaban en completo silencio. Había personas amigables y un par de huraños. Mujeres bien vestidas y señoras de la limpieza a punto de entrar a trabajar y esgrimir su escoba con más furia que Atila. Un día tras otro me pagaron el desayuno, la negativa del camarero a cobrarme siempre fue rotunda y durante muchos meses no pude adivinar quien estába detrás de aquél gesto. Tampoco era para ponerse de pie y dar un mitin a todos los clientes preguntando abiertamente. Aunque ganas no me faltaron.....
Hasta que un día al salir de la cafetería olvidé preguntar por mi cuenta, fruto de una fea costumbre, y el camarero muy discretamente me llamó. ....
.. ..
-       Señorita perdone, tiene usted que pagar, hoy no ha venido su amigo y me temo que no volverá.....
Al apuro que pasé se le sumó la sorpresa.....
-       ¿Qué quiere usted decir con eso, se ha marchado de la ciudad?....
-       No señorita – respondió el camarero apurado-. Su amigo secreto era el anciano que se sentaba frente a usted.....
Lo recordaba perfectamente, un señor de unos ochenta y tantos años, muy limpio y bien peinado que me saludaba quitándose el sombrero cada mañana. Alguna vez incluso me recitó un poema y me dijo que mis ojos delataban una curiosidad innata y que eso era bueno siempre.....
-       Oh no tenía ni idea, le pregunté a usted muchas veces por su identidad!!!!!....
-       Lo sé y lo siento, -dijo el camarero aclarándose la voz-. Me consta que a duras penas podía pagarse su café, pero a usted le pagaba el suyo con tostada con mucho gusto. Decía que ya no hay gente joven que haga crucigramas y que usted los hacía todos. El cogía el periódico que usted dejaba al salir y revisaba las palabras  ordenadas en cada casilla. Se alegraba de su sed de conocimientos y decía que mirarla cavilar era un oasis en el desierto. Estaba enfermo y murió ayer, no volverá. Me dijo que si alguna vez preguntaba, sólo cuando él faltase, le dijese que nunca pierda la curiosidad, que es lo único por lo que merece la pena vivir.....
Han pasado muchos años, muchos, veinticuatro para ser exactos. Nunca supe más que su nombre de pila, Paco. Pero tengo clavados en la memoria sus ojos azules, su escaso pelo blanco impoluto y su sonrisa franca. Todavía no he olvidado a mi amigo ni he olvidado su consigna. La mirada de Paco me abrochó el alma para mucho tiempo.....

sábado, 25 de junio de 2011

Sirenos


Hace mucho, mucho tiempo, yo era un joven lobo de mar, escéptico, fuerte y de pocos escrúpulos. Tenía fama de egocéntrico entre mis compañeros y a buen seguro llevaban razón. Hacía mi trabajo, no me aliaba con nadie a no ser que fuera en beneficio propio y nunca se me pasó por la cabeza ser amigo de otro  marinero. A lo único que yo creía que debía fidelidad era a la embarcación con la que nos hacíamos a la mar. El ser huraño en el que me había convertido, me llevaba a pasar las horas libres aislado, fumando en mi catre o mirando las estrellas.
Una de esas noches en que el aislamiento pesaba con la densidad de una manta mojada, me entretenía  en liar un cigarrillo, tan concienzudamente que parecía que fuera lo ultimo que iba ha hacer en la vida. El silencio se resquebrajó por el sonido claro y cercano de un chapoteo. Cuando me asomé vi a un hombre sumergiéndose con tanta exquisitez y delicadeza que más que bracear parecía que acariciaba el agua. Me quedé un rato observándolo, escondido en la sombra que proyectaba el palo mayor, sin llegar a reconocer en él a ninguno de los individuos que me acompañaban en la travesía.
Perdí la noción y no sé cuanto tiempo pasó, pero recuerdo con claridad como el corazón se me iba acelerando paulatinamente, igual que una locomotora vieja, a trompicones. Hasta tal punto llegué a oír mis propios latidos y con tan vívida nitidez que me dolían las sienes a cada golpe de sangre.
El nadador tenía distinguidos ademanes,  piel nívea y aspecto aterciopelado. Cabellos rojos,  sedosos  que flotaban de manera parecida a como las llamas de una hoguera bailan moldeando el fuego.  Su pelo adquiría en el agua formas diversas, tan variadas como una pira danzando al son marcado por cada chisporroteo. Debí hacer algún ruido involuntario y el hombre se volvió hacia donde yo estaba. No lo conocía. El verdor de sus ojos desprendía una luz que nunca más he visto en nadie y me invadió las entrañas con tal violencia que casi me cortó la respiración. Supe al instante que un sentimiento profundo se me acababa de enquistar en la piel, el alma y hasta en la médula.
Charlamos un rato, le ofrecí embarcar pero me dijo que no debía. Cuando nos despedimos le pregunté si volveríamos a vernos y me prometió que así sería si yo lo deseaba. Y si, deseaba a aquél hombre más que nada en el mundo. Nunca me pregunté de donde venía ni adonde iría tras nuestro encuentro.
Desde esa primera vez, nos citamos cada noche, como dos furtivos. Siempre en las mismas circunstancias. Hablábamos, nos zambullíamos, nos reíamos, nuestros labios se posaban en los del otro con ternura y una pasión que a mi me pareció infinita y que me fue embriagando hasta perder la razón.
Yo insistía a veces para que subiera a la nave y una noche accedió después de mucho dudarlo. Primero escalé yo y luego tiré de sus brazos torneados y le ayudé a salvar el resbaladizo casco. Nos sentamos en el suelo de la cubierta de proa y una luz blanca de luna llena nos iluminó, dejando al descubierto algo que cambió mi vida para siempre. Una electricidad paralizó mi cuerpo y embotó mi mente. Mi amante tenía en lugar de piernas, una enorme cola de pez cubierta por brillantes escamas del mismo e intenso verdor que sus ojos.
Casi avergonzado me confesó que era un sireno, que se había enamorado de mi y que lo único que quería era pasar el resto de su vida a mi lado. Lo examiné rayando el desprecio y me sostuvo la mirada con una mezcla de pena y valentía, los dos éramos conscientes de que todo había acabado entre nosotros. Me invadió  la ira o el miedo o la ignorancia y perdí la cabeza, la vergüenza y la compostura. Le insulté, le  llamé monstruo y olvidé de un plumazo todo el afecto que me había regalado durante tantas y tan dulces noches.
Cuando por fin me callé, oí un canto extraño, una voz dulce y sibilina que taponó todas mis arterias y me dejó al borde del precipicio de la locura.
El sireno estaba llorando, se dolía por mi, por él, por un amor imposible y por la penitencia.  El gigante egoísta que habitaba en mi fuero interno no me dejó ver que yo realmente le amaba tal y como era. Y hoy casi al final de mi lúgubre y triste vida, no puedo más que esbozar una mueca, algo parecido a una sonrisa.  El seguirá nadando por mares y océanos quizás con pena, pero libre. A mi me dejó ir sabiendo la condena que yo mismo me había impuesto, adorar desde la más profunda de las soledades todas y cada una de sus escamas .


 Ilustración de Mónica Vázquez Ayala









martes, 21 de junio de 2011

Ternura de trapo


Ya está mayor y con esa licencia que da el tiempo cuando casi nada importa porque nada se espera ya de la vida, me miró a los ojos desde su yo más profundo y se sinceró conmigo:
No sé la razón por la cual eres tú la elegida y no otra Belén, pero el caso es que ya sea por el tipo de persona que eres o bien por puro azar, es a ti a quien te voy a contar lo que ha sacudido mi cuerpo a través de todos estos años que llevo de camino perdido.
He aprendido que sólo las palabras que llevas dentro te delatan, aunque las disfraces y hoy quiero desnudar el alma, que el cuerpo ya lo tengo maltrecho.
Desde que tengo uso de razón el escozor producido por los actos de otros han arañado mi corazón. Tuve más de un compañero de juegos. Al principio todo eran sonrisas, abrazos derramados por doquier y tardes interminables sentadas frente a una cocinita tomando el café con galletitas imaginarias. Nunca hubo mejores amigos, todos fueron inalterablemente similares. Tras las risas siempre llegaba el olvido. Un rincón oscuro, unas baldosas de suelo gélidas, un baúl al fondo de una buhardilla sólo habitada por arañas y toneladas de polvo y vuelta a empezar. Mi destino era terminar sola, acompañar a muchos para luego preñarme de ausencias. Hasta que llegó ella. Era una niña corriente, como todas las demás, una niña casi vulgar, hasta que una noche la oí sollozar cubriendo su rostro y enjugándose las lágrimas en su pequeña almohada. Ese día me invadió una clase de inexplicable ternura que yo nunca había sentido antes. Me bajé de donde estaba y por primera vez en mi larga vida me atreví a mostrarme, y fui a consolarla. Al principio me miró con incredulidad pero no se asustó, abrió con una manita las sábanas a modo de invitación y me tumbé a su lado. Desde ese momento nos hicimos inseparables. Dormimos juntas durante años. Yo nunca hablaba, no era necesario, para ella era más importante que la escucharan. La niña me contaba sus pesares, sus ansias, sus sueños y sus desazones, y yo siempre estaba allí para oírla. Nos inventamos un lenguaje por el cual nos entendíamos a golpes de miradas de soslayo. Yo era consciente de que mi vida a su lado sería, como siempre me sucedió, limitada, sabía que un día se marcharía y me volvería a dejar tirada, literalmente, en cualquier rincón y no quise encariñarme demasiado. Y así sucedió, la niña vulgar se convirtió en una jovencita cuyos intereses cambiaron, empezó a interesarse por otras cosas y se marchó. Al principio me sentí vacía, mis ojos no encontraban donde pararse a descansar y mi mente no tenía en qué recrearse. Pasé años en el olvido, arrumbada como una antigüedad que se tira al fondo del trastero para que no estorbe. Evoqué a aquélla pequeña vulgar durante mucho tiempo, siempre deseé que se convirtiera en una mujer grande,  ya sabes, no alta y corpulenta si no de las otras, de las que dejan las huellas de sus pisadas marcadas en el suelo con sutileza.
Y sucedió lo que nunca pensé que podría pasar, un día sonaron las bisagras oxidadas de la puerta y apareció ante mí, exactamente como siempre imaginé que sería. Me arropó entre sus brazos, la emoción se asomó al abismo del castaño de sus ojos y un torrente de emoción se desbordó, mojando sus enjutas mejillas.
Sé cuanto has pensado en mi Belén, cuánto crees que me debes, cuántas noches de terrores y soledades piensas que te he ahorrado y sé cuánto me agradeces el haberte acompañado. Pero estás equivocada, soy yo la que tiene que agradecerte. Me congratulo de poder ver en lo que te has convertido, no eres buena ni mala ni todo lo contrario, pero has crecido, has dejado atrás lo que nada te aportaba y has adquirido la sana costumbre de sonreírle a la adversidad. Sigo sintiéndome cerca de ti aún pasados los años. Y hoy añoro más que nunca unas lágrimas, me gustaría ser capaz de llorar contigo, de emocionarme, de demostrarte la felicidad que me produce volver a verte. Pero sólo me queda decírtelo, no le puedes pedir mucho más a una vieja y raída muñeca de trapo.  


lunes, 20 de junio de 2011

Nada es todo

Olaf está sentando en un banco, cobijándose como puede de un sol dictador  a la sombra de un álamo. Vive en el parque de una ciudad costera de renombre gracias al turismo de lujo. ¡Paradojas de la vida! A sus pies, tumbada como si de un perro fiel se tratase, hay una maleta de cuero. La piel cubierta por un entramado de muescas y arañazos que forman un mapa, forjado en los caminos que ha ido recorriendo a lo largo de su vida.
Es un hombre alto, de tez blanca como la nieve y cabello negro. De padre noruego y madre española, Olaf se ha resignado a la existencia que le ha tocado vivir. Es consciente de que no ha jugado bien sus cartas. Y también de que la inteligencia sin suerte no es nada, mientras que la ignorancia, empujada de un poquito de azar favorable, lo puede suponer absolutamente todo. Es un ser culto y curtido en mil batallas. Al hablar un poco con él, uno se da cuenta de que menciona con frecuencia autores de renombre, citas célebres desconocidas para la mayoría y que su conocimiento musical, de cualquier género, va mucho más allá del que se adquiere por simple afición. Habla varios idiomas, tiene una educación exquisita y es inevitable preguntarse como ha terminado viviendo en la calle. Consciente como es, de la curiosidad que tan refinado caballero despierta, me hace la deferencia de explicarme sus circunstancias aún sin haberle cuestionado al respecto.
-         Yo nací en el seno de lo que se conoce como una familia bien. Mi padre vino a España de vacaciones y conoció a mi madre. Ya sabes, la típica historia de amor entre el guiri y la local. Él era un reputado arquitecto en su país y lo dejó todo por ella. Construyó una casa maravillosa que fue la primera de muchas que iría haciendo con el paso del tiempo, a petición de la gente que veía la nuestra. Sin proponérselo, empezó a trabajar y a ganarse de nuevo muy bien la vida. Yo soy hijo único y como tal me crié. Acudiendo a buenos y caros colegios. Viajando solo en verano desde pequeño, primero a campamentos y luego por libre, según mi padre para adquirir una clase de cultura que sólo se obtiene “viviendo”. Y la verdad es que he tenido una existencia maravillosa. Luego la ley de la vida que es muy irreverente se llevó primero a mi madre. Yo conocí a una chica con la que me casé y con la que no pude tener hijos y es curioso como después de haberlo deseado con tanta intensidad,  me alegro también tanto  de no tenerlos. Trabajábamos los dos, mi padre ya jubilado vivía con nosotros o mejor dicho vivíamos con él en su casa. Nuestro nivel de vida era bueno. Salíamos a cenar a menudo, viajábamos mucho y no nos privábamos de casi nada, aunque éramos bastante sensatos. Pero como todo se acaba en la vida y lo bueno también, llegó el día en que mi padre fue a reunirse con su amor. Caí en una depresión profunda y tuve que dejar el trabajo. La casa era costosísima de mantener con un solo sueldo y las cosas empezaron a enredarse tan deprisa que ni siquiera me dí cuenta de lo que eso suponía. Aún no había heredado la propiedad por falta de ánimo y evidentemente de recursos económicos, una cosa llevo a otra y sucedió lo peor. Un día llego Luana y me dijo que se iba, que no me quería tanto como para ahogarse conmigo en mi depresión y en el rojo de los números de mi cuenta. El abismo que se abrió bajo mis pies fue tan negro y tan hondo que aún no sé como no cometí una locura. El banco se quedó la casa, empapelada como estaba ya de facturas y recibos…-Hace una pausa para tomar aire-. Y si te digo la verdad fue lo mejor que me ha pasado. Me quedé en la calle, los que eran mis amigos me ayudaron y supe que serían incondicionales para siempre. Los que nunca lo fueron no se marcharon, simplemente nunca habían estado. Como no tengo familia, no arrastro de nadie a este lugar abrupto en el que me encuentro. Pero soy optimista, ya no me deprimo, vivo al aire libre. Oigo el trinar de los pájaros cada día y sé que hay dos o tres personas en el mundo que me aman incondicionalmente aunque me niego a vivir de su caridad. Esta noche podría dormir en el sofá de alguno de ellos, pero prefiero arreglármelas sólo. Como decía Semprun, “Todo me había ocurrido ya, nada podía sucederme. Nada sino la vida, para devorarla con avidez”.



domingo, 19 de junio de 2011

Baereto de viejos


Fuera un frío gélido impropio de esta parte del país lo envuelve todo, como un manto helado que se extiende por un cuerpo sin pedir permiso.
Tras la puerta, un bar, un bareto de viejos, con un alicatado antiguo pero impoluto. Unas vitrinas que devuelven la propia imagen al asomarse a ver las viandas que alberga. Sentadas en taburetes, en la barra, dos mujeres, una Marta la otra María, ¿familia? Bíblicamente sí, pero no  es el caso, ¿o lo es y no se acuerdan por que el tiempo impasible se ha encargado de borrar memorias ancestrales que no son de esta vida?
Piden cervezas, cervezas heladas que no van con la temperatura exterior. Dentro es otra cosa, el calor que emana de los cuerpos se eleva en el local formando una cálida nube que apacigua las pieles mientras, a la vez, el alcohol se ocupa de embriagar y caldear los corazones.
Las barras son esos lugares donde uno se desnuda sin darse cuenta, o a propósito sin querer reconocerlo, aprovechando el disfraz que provee el caos controlado del barullo de las conversiones vecinas, ocultando el rostro tras la humareda que se pierde elevándose solemnemente hacia el techo.
Marta es esa mujer que se ha dicho mil veces a si misma que no flaqueará  jamás y María es su opuesto, el ser abierto a cualquier cambio, a cualquier sentimiento o emoción externa, siempre preparada para  jugárselo todo, aunque pierda. Pero parca en palabras.
Marta siente una simpatía natural hacia las cosas y personas extraordinarias. Y María hace algo extraordinario esa noche, sale de su coraza, lentamente, se asoma despacio, como la tortuga de Darwin, hoy no hay que preguntarle por el motivo de sus silencios. Esta noche tiene algo que decir y habla sin que nadie la fuerce. Viene dispuesta a enseñarle a Marta todo aquello que aún ignora de si misma a pesar de creerse la mejor conocedora de su interior.
Y cambian los papeles, la oradora se vuelve oyente y la que decía que no sabía expresarse toma las riendas de un monólogo que va emergiendo de una garganta que parece una cueva mágica.
Pasan las horas María va sentenciando. Marta asiente unas veces, otras no, en ocasiones los interrogantes se hacen dueños de sus arterias y navegan por ellas sin capitán que los gobierne y guíe.
Pasan las horas, da igual lo que hablaran. Cuando se levantan para marcharse el alcohol ya se ha adueñado de su savia e invade el cerebro.
A lo mejor mañana no me acuerdo de todas las cosas maravillosas que he oído esta noche – se dice Marta-.
Pero llega mañana, con el martillo de la resaca repicando en las sienes. Y…la memoria. Ese eco de las cosas que María le ha enseñado sobre sí misma, esas cosas que nunca había podido ver antes, simplemente porque no había tenido tiempo de pararse a mirar.
Y se acuerda del alicatado del bar y sonríe. Sabe que volverá a ese templo añejo, donde ha surgido la fuerza de las almas. Donde al sabor de unas amargas cervezas le han hecho la declaración de amor más grande jamás contada.

sábado, 18 de junio de 2011

El aroma


El tiempo que consume las hojas de los libros amarilleándolas, ese tiempo que hace que las hojas de los árboles caigan y muestren ramas desnudas cargadas de pudor. El mismo tiempo que hace que los recuerdos se difuminen en ese lugar donde se guardan, escondidos como una suerte de Alzheimer adiposo, adosado a las neuronas del cofre donde se meten bajo llave, las miradas más preciadas, las caricias más suaves, los susurros acompañados de caliente aliento cargado de vaho….y el olor.
El aroma es lo último que pierde la  memoria, el capitán de los sentidos. Dispuesto a quedarse atado a la cuerda fina que mantiene el barco de la vida anclado a las profundidades del mar, sujeto a la sequía de lo poco que dejaron los que se fueron sin tiempo si quiera para despedirse.
Todos guardamos el aroma de la piel de alguien en las profundidades del océano de nuestras vidas. Y al cerrar los ojos nos echamos a la mar sin saber si ese día nos acompañará viento de popa o arreciarán las tempestades del dolor tanto tiempo escondido bajo los rayos del sol del presente.
El aire de cristal puede que estalle en mis manos pero los miles de fragmentos que se esparzan por el universo infinito no harán que  me olvide del aroma de quien un día caminó a mi lado y a quien ahora ya, no le queda camino.

La madre


Es noche oscura, negra, dura, ni la luna ha querido salir a su amparo. Corre con los pies desnudos, ya no le lastiman, siquiera siente el escozor de las heridas abiertas en las plantas. Sabe que sangra porque los nota calientes, el viscoso líquido va dejando una estela, como un macabro pulgarcito.
Las balas silban en sus oídos, no ve, no importa, su sentido de supervivencia la hace seguir adelante, sin aliento. Sabe que no debe parar. Si la reseca muerte la encuentra sin haber luchado  lo suficiente por poner a salvo a su hijo vagará por toda la eternidad en el jardín de las almas en pena.
Lleva al niño en sus brazos, lo aprieta contra su pecho. Vienen soldados, se para en una esquina y le pide al Todopoderoso que el niño no llore, si la descubren están muertos los dos.
Pasa una ráfaga por su mente. Se ve a ella misma, pariendo hace apenas un mes al que ahora lucha por poner a salvo a costa de su propia vida. Este dolor es más intenso que aquél, el dolor del miedo que se clava en las venas y golpea en las sienes.
Pasan los militares y ella vuelve sobre sus pasos, da igual la dirección que tome. Hay que correr lo más lejos posible de los tanques.
Despavorida, a duras penas, mantiene aliento en el cuerpo. Sólo el calor que el niño le da a su pecho la hace continuar.
Se mete bajo un coche. Allí podrá amamantarlo hasta que llegue la luz del día y la bendiga con los rayos solares. Entonces le será más fácil encontrar algún refugio. Mejor que te maten con claridad y ver la cara del que lo hace a morir como una rata, en cualquier callejón.
Los soldados no son más que niños envenenados, sedientos de venganza en un conflicto que existe desde hace mucho tiempo, antes de que sus padres se conocieran si quiera. Un conflicto como todos los conflictos, fruto del deseo de poseer lo que no se posee.
Las horas no pasan, el ruido de bombas, de disparos y de proyectiles  al estallar contra fachadas no cesa. El día no quiere hacer acto de presencia, quizás también tenga  miedo de la barbarie. Poco a poco, en segundos que parecen horas, la luz va apareciendo tímidamente. Todo está tranquilo, no hay nadie, sale de su cobijo y corre como alma que lleva el diablo. Sabe que si no lo hace el Diablo vendrá de veras, literalmente a arrancársela con sus propias manos.
Cruza el muro a través de un agujero abierto por los impactos. Está al otro lado pero siente que es igual de peligroso. Es un corzo herido en mitad de una cacería de leones. Que la despedacen es sólo cuestión de tiempo.
Pasa por una calle de edificios que parecen abandonados, de repente se abre una puerta, el rostro de una mujer tan asustada como ella se cobija en la sombra del marco. Le hace una seña con la mano. Ella se acerca, no puede pensar con claridad, si se detiene sabe que caerá desplomada en cualquier momento. El miedo es un sentimiento que se te mete en las entrañas y al que no hay forma de echar, pero más miedo tiene a lo que hay fuera.
Temerosa pero sin perder tiempo entra en la casa. Cuando la puerta se cierra las dos mujeres se quedan cara a cara, invadidas por un extraño silencio que fuera no existe.
La palestina le pregunta a la israelí: -¿Quién eres?
- Otra madre…-contesta la mujer-.