jueves, 20 de octubre de 2011

La herida

Han pasado tantos años desde que me marché que no sé muy bien lo que espero encontrar a mi regreso. Toda mi infancia se ha ido diluyendo como se disuelve la gelatina en el agua, formando un pasado de solidez y color hechos a mi medida. Soy consciente de haber mitificado lugares, personas y situaciones, que para eso la única ventaja que dan el paso del tiempo y la muerte, es la posibilidad de distorsionar a tu antojo una realidad que aunque sea paralela, no deja por ello de ser menos veraz que la original.
Y vuelvo hoy, después de veintitantos años, a este callejón donde corrí sin descanso, donde aprendí a montar en bicicleta y donde me dejé parte de la rodilla derecha enganchada en el guardabarros mohoso de un seiscientos pintado en un verde mate que nunca más he vuelto a ver.
La fachada de lo que un día fue el nido de mis primeros años está intacta, añeja por el paso del tiempo y el sedimento que ha dejado la humedad de los fríos días de invierno, pero intacta al fin y al cabo. Los azulejos que decoraban la entrada siguen allí, sin haber perdido un ápice de colorido ni del brillo que recordaba.
Las ventanas, una a cada lado de la puerta, están como ésta última, tapiadas con ladrillo rojo y cemento gris. Queda intacto también el timbre al que no solía llegar ni aún subiéndome en el escalón de la entrada y que ahora, no sin sorpresa descubro que me queda a mano sin tener que levantar mucho el brazo.
Decido que me voy, no hay nada que ver, no queda ya nadie. Y justo cuando doy un paso atrás mi cabeza se gira automáticamente a la puerta de la casa contigua. Y me acuerdo que solía vivir allí la abuela de una niña con la que yo compartía juegos y meriendas de pan con leche condensada rociada de unas cucharadas de cola-cao que se te pegaba a la garganta y te hacía toser durante media hora, dejándote un regusto a cacao seco en la boca el resto del día.
La puerta es la misma, de cuarterones color marrón y con una ventana enrejada en medio que está abierta. Lo pienso pero llamo con los nudillos sin dudar. Y para mi sorpresa la señora que sale es un rostro familiar, lejano pero que he visto antes.
Le pregunto si desde su azotea podría ver la casa contigua y me dice que no está en venta, no quiero comprarla es la casa de mi familia. Se hace un silencio de segundos que a mi me parece una eternidad y de repente ella también me reconoce. Me invita a entrar y me indica la escalera por donde he de subir, me esperará abajo, no tiene las piernas para tanto esfuerzo, los años no han pasado gratuitamente para nadie.
Subo los peldaños de dos en dos con paso firme. Creía recordar más escalones, se ve que con el crecimiento de mi cuerpo ha menguado todo a mi alrededor. Me siento Alicia por un día.
Entre ésta casa y la que un día fue mía hay un muro que me llega a la cintura. Me asomo. El solar que hay ante mí escuece como una herida abierta. No tiene techo, sólo quedan las cuatro paredes; la fachada que ya he visto, la que hace de muro adosado a ésta vecina, la que soporta la casa del otro lado y el muro trasero. Aún queda en pie un cuadrado, un patio interior que daba al salón, baño, pasillo y dormitorio principal y cuyos ventanales inundaban de luz todas esas estancias. El baño era de azulejos negros y suelo blanco y negro también, como un damero. Los de la pared permanecen intactos, no se ha caído ninguno. El suelo no se aprecia, hay maleza por todos lados, el níspero que un día estuvo en el patio ha echado raíces por toda la casa y sus ramas dan sombra a lo que un día albergó la cocina. Esa cocina donde se guisaban patatas con raya, chivo en caldereta o puchero con hierbabuena y que aún si hago un esfuerzo y casi sin cerrar los ojos, puedo volver a oler con inusitada intensidad. Nada es tan enorme como yo he creído todos estos años, nada es como lo he conservado en mi memoria y sin embargo lo que queda es completamente reconocible y familiar.
Aspiro profundamente, lleno los pulmones de ese aire húmedo y gris que envuelve esta ciudad y deshago el camino hacia la planta baja. La vecina me dice que hace muchos años que nadie va por allí, que la casa se deterioró y un día se vino abajo.
Le doy las gracias a la buena mujer, me besa y me abraza y me despido.
De camino de vuelta a mi vida actual me doy cuenta de que este viaje al pasado era tan necesario como reparador. Mi herida sigue tan abierta como la casa, en canal. Pero comprendo que ya nada queda en lo que acabo de dejar atrás. Todo está dentro de mi, todo lo que fui y lo que me ha hecho llegar a ser lo que soy ahora está dentro de mi corazón. La casa se cayó por la indiferencia, de soledad y de pena. Y así es como caemos también las personas cuando morimos, disueltas en el olvido.
Pero mi rostro esboza una sonrisa amarga, no tengo que volver nunca más, donde quiera que vaya vivirá aquel callejón tal como yo lo conocí un día, lleno de flores, de mujeres encalando y de chiquillos ruidosos. Y el dueño de la casa, ése, ése seguirá siendo una herida sangrante que no voy a cerrar nunca. Hay veces que el dolor es necesario,  nos mantienen conscientes. Hay heridas que a la vez que nos queman nos sonríen, nos besan y nos acarician y esas heridas me recuerdan que el dueño de la casa sigue caminando comigo donde quiera que yo vaya. Él no vaga solo y yo tampoco, la vida se encargó de anclarlo fuertemente al puerto de mi memoria.



viernes, 14 de octubre de 2011

J


Yo conozco a un hombre cuyas manos tejen con infinita e impecable sapiencia. Trenza hilos con soberana maestría, de manera similar, si se me permite la vanidad de compararme con alguien que brilla con luz propia, a como yo hilvano las palabras que forman las humildes frases que luego lanzo contra el viento y que a veces, tengo la suerte de que arriben al puerto de algunos ojos. Es un hombre cuyos estilizados dedos invitan a menudo a unas agujas a bailar un baile de salón. Éstas se prestan con devoción, como una dama ansiosa por voltear alrededor de una sala, al son de músicas celestiales que las transporten más allá del límite del abismo de una pura e inmaculada creación. Es un hombre de tamaño medio que no necesita de más corpulencia para cobijar dentro de su alma un tesoro más grande y a un ser más lleno de arte y de amor a partes iguales. ....
La vida que es tremendamente generosa conmigo, a pesar de los desplantes que le hago a veces, queriendo o sin querer, abrió un día un resquicio para que me colara en su vereda y me permitió echar un vistazo a todo lo que rodeaba su mundo interior. Yo que no entiendo de dioses ni de religiones, cerré los ojos e imploré a lo más grande y más profundo no tener que irme nunca. ....
Esa misma vida que es un metro que está a punto de partir la mayoría de las veces, fue complaciente conmigo oyó mi plegaria  e hizo justo lo contrario. Arribó un verano a un andén lleno de flores de colores, donde jugaba una niña que nos miró a los dos, uniendo lo que quizás de otro modo nunca hubiera sido más que un camino paralelo, de esos que se miran de soslayo y nunca se cruzan entre sí. ...Y me regaló a mi compadre!