jueves, 30 de junio de 2011

Miradas

Hay miradas que te desabrochan el vestido y miradas que te abrochan el alma. Eso decía mi abuela, es una frase con la que hemos crecido todas las mujeres de la familia. Luego cuando eras lo suficientemente mayor como para entenderlo te explicaban que nunca se sabe que es mejor, que la primera puede hacerte sentir violenta o deseada dependiendo del dueño de los ojos, pero que igualmente puede producir una infinita ternura o una inmensa desazón la segunda, por idénticas razones.....
Cada mañana acudía  a desayunar a un bar cerca del trabajo, era un lugar limpio, cómodo y cuyo personal no solía inmiscuirse en los asuntos de los clientes, no daban conversación por compromiso y tampoco te preguntaban que libro traías hoy bajo el brazo. Te dejaban hacer, tomarte el café y observar por la ventana, o leer, o simplemente quedarte en blanco y eso  es algo que por la mañana, agradezco mucho.....
Un día como otro cualquiera al ir a pagar me dijeron que ya habían pagado. Sorprendida pregunté por la persona para darle las gracias, aunque en realidad lo que me mataba era la curiosidad. El camarero me dijo que mi benefactor mañanero prefería mantenerse en el anonimato.....

Salí a la calle con las mejillas acaloradas, producido tal efecto por una mezcla de ofuscación y embarazo a partes iguales y no pensé más en ello.....
La operación se repitió un día tras otro y desde entonces cogí la quizás, indiscreta costumbre de escudriñar a todos y cada uno de los clientes. Los había altos y bajos, unos que hablaban a gritos y otros que desayunaban en completo silencio. Había personas amigables y un par de huraños. Mujeres bien vestidas y señoras de la limpieza a punto de entrar a trabajar y esgrimir su escoba con más furia que Atila. Un día tras otro me pagaron el desayuno, la negativa del camarero a cobrarme siempre fue rotunda y durante muchos meses no pude adivinar quien estába detrás de aquél gesto. Tampoco era para ponerse de pie y dar un mitin a todos los clientes preguntando abiertamente. Aunque ganas no me faltaron.....
Hasta que un día al salir de la cafetería olvidé preguntar por mi cuenta, fruto de una fea costumbre, y el camarero muy discretamente me llamó. ....
.. ..
-       Señorita perdone, tiene usted que pagar, hoy no ha venido su amigo y me temo que no volverá.....
Al apuro que pasé se le sumó la sorpresa.....
-       ¿Qué quiere usted decir con eso, se ha marchado de la ciudad?....
-       No señorita – respondió el camarero apurado-. Su amigo secreto era el anciano que se sentaba frente a usted.....
Lo recordaba perfectamente, un señor de unos ochenta y tantos años, muy limpio y bien peinado que me saludaba quitándose el sombrero cada mañana. Alguna vez incluso me recitó un poema y me dijo que mis ojos delataban una curiosidad innata y que eso era bueno siempre.....
-       Oh no tenía ni idea, le pregunté a usted muchas veces por su identidad!!!!!....
-       Lo sé y lo siento, -dijo el camarero aclarándose la voz-. Me consta que a duras penas podía pagarse su café, pero a usted le pagaba el suyo con tostada con mucho gusto. Decía que ya no hay gente joven que haga crucigramas y que usted los hacía todos. El cogía el periódico que usted dejaba al salir y revisaba las palabras  ordenadas en cada casilla. Se alegraba de su sed de conocimientos y decía que mirarla cavilar era un oasis en el desierto. Estaba enfermo y murió ayer, no volverá. Me dijo que si alguna vez preguntaba, sólo cuando él faltase, le dijese que nunca pierda la curiosidad, que es lo único por lo que merece la pena vivir.....
Han pasado muchos años, muchos, veinticuatro para ser exactos. Nunca supe más que su nombre de pila, Paco. Pero tengo clavados en la memoria sus ojos azules, su escaso pelo blanco impoluto y su sonrisa franca. Todavía no he olvidado a mi amigo ni he olvidado su consigna. La mirada de Paco me abrochó el alma para mucho tiempo.....

sábado, 25 de junio de 2011

Sirenos


Hace mucho, mucho tiempo, yo era un joven lobo de mar, escéptico, fuerte y de pocos escrúpulos. Tenía fama de egocéntrico entre mis compañeros y a buen seguro llevaban razón. Hacía mi trabajo, no me aliaba con nadie a no ser que fuera en beneficio propio y nunca se me pasó por la cabeza ser amigo de otro  marinero. A lo único que yo creía que debía fidelidad era a la embarcación con la que nos hacíamos a la mar. El ser huraño en el que me había convertido, me llevaba a pasar las horas libres aislado, fumando en mi catre o mirando las estrellas.
Una de esas noches en que el aislamiento pesaba con la densidad de una manta mojada, me entretenía  en liar un cigarrillo, tan concienzudamente que parecía que fuera lo ultimo que iba ha hacer en la vida. El silencio se resquebrajó por el sonido claro y cercano de un chapoteo. Cuando me asomé vi a un hombre sumergiéndose con tanta exquisitez y delicadeza que más que bracear parecía que acariciaba el agua. Me quedé un rato observándolo, escondido en la sombra que proyectaba el palo mayor, sin llegar a reconocer en él a ninguno de los individuos que me acompañaban en la travesía.
Perdí la noción y no sé cuanto tiempo pasó, pero recuerdo con claridad como el corazón se me iba acelerando paulatinamente, igual que una locomotora vieja, a trompicones. Hasta tal punto llegué a oír mis propios latidos y con tan vívida nitidez que me dolían las sienes a cada golpe de sangre.
El nadador tenía distinguidos ademanes,  piel nívea y aspecto aterciopelado. Cabellos rojos,  sedosos  que flotaban de manera parecida a como las llamas de una hoguera bailan moldeando el fuego.  Su pelo adquiría en el agua formas diversas, tan variadas como una pira danzando al son marcado por cada chisporroteo. Debí hacer algún ruido involuntario y el hombre se volvió hacia donde yo estaba. No lo conocía. El verdor de sus ojos desprendía una luz que nunca más he visto en nadie y me invadió las entrañas con tal violencia que casi me cortó la respiración. Supe al instante que un sentimiento profundo se me acababa de enquistar en la piel, el alma y hasta en la médula.
Charlamos un rato, le ofrecí embarcar pero me dijo que no debía. Cuando nos despedimos le pregunté si volveríamos a vernos y me prometió que así sería si yo lo deseaba. Y si, deseaba a aquél hombre más que nada en el mundo. Nunca me pregunté de donde venía ni adonde iría tras nuestro encuentro.
Desde esa primera vez, nos citamos cada noche, como dos furtivos. Siempre en las mismas circunstancias. Hablábamos, nos zambullíamos, nos reíamos, nuestros labios se posaban en los del otro con ternura y una pasión que a mi me pareció infinita y que me fue embriagando hasta perder la razón.
Yo insistía a veces para que subiera a la nave y una noche accedió después de mucho dudarlo. Primero escalé yo y luego tiré de sus brazos torneados y le ayudé a salvar el resbaladizo casco. Nos sentamos en el suelo de la cubierta de proa y una luz blanca de luna llena nos iluminó, dejando al descubierto algo que cambió mi vida para siempre. Una electricidad paralizó mi cuerpo y embotó mi mente. Mi amante tenía en lugar de piernas, una enorme cola de pez cubierta por brillantes escamas del mismo e intenso verdor que sus ojos.
Casi avergonzado me confesó que era un sireno, que se había enamorado de mi y que lo único que quería era pasar el resto de su vida a mi lado. Lo examiné rayando el desprecio y me sostuvo la mirada con una mezcla de pena y valentía, los dos éramos conscientes de que todo había acabado entre nosotros. Me invadió  la ira o el miedo o la ignorancia y perdí la cabeza, la vergüenza y la compostura. Le insulté, le  llamé monstruo y olvidé de un plumazo todo el afecto que me había regalado durante tantas y tan dulces noches.
Cuando por fin me callé, oí un canto extraño, una voz dulce y sibilina que taponó todas mis arterias y me dejó al borde del precipicio de la locura.
El sireno estaba llorando, se dolía por mi, por él, por un amor imposible y por la penitencia.  El gigante egoísta que habitaba en mi fuero interno no me dejó ver que yo realmente le amaba tal y como era. Y hoy casi al final de mi lúgubre y triste vida, no puedo más que esbozar una mueca, algo parecido a una sonrisa.  El seguirá nadando por mares y océanos quizás con pena, pero libre. A mi me dejó ir sabiendo la condena que yo mismo me había impuesto, adorar desde la más profunda de las soledades todas y cada una de sus escamas .


 Ilustración de Mónica Vázquez Ayala









martes, 21 de junio de 2011

Ternura de trapo


Ya está mayor y con esa licencia que da el tiempo cuando casi nada importa porque nada se espera ya de la vida, me miró a los ojos desde su yo más profundo y se sinceró conmigo:
No sé la razón por la cual eres tú la elegida y no otra Belén, pero el caso es que ya sea por el tipo de persona que eres o bien por puro azar, es a ti a quien te voy a contar lo que ha sacudido mi cuerpo a través de todos estos años que llevo de camino perdido.
He aprendido que sólo las palabras que llevas dentro te delatan, aunque las disfraces y hoy quiero desnudar el alma, que el cuerpo ya lo tengo maltrecho.
Desde que tengo uso de razón el escozor producido por los actos de otros han arañado mi corazón. Tuve más de un compañero de juegos. Al principio todo eran sonrisas, abrazos derramados por doquier y tardes interminables sentadas frente a una cocinita tomando el café con galletitas imaginarias. Nunca hubo mejores amigos, todos fueron inalterablemente similares. Tras las risas siempre llegaba el olvido. Un rincón oscuro, unas baldosas de suelo gélidas, un baúl al fondo de una buhardilla sólo habitada por arañas y toneladas de polvo y vuelta a empezar. Mi destino era terminar sola, acompañar a muchos para luego preñarme de ausencias. Hasta que llegó ella. Era una niña corriente, como todas las demás, una niña casi vulgar, hasta que una noche la oí sollozar cubriendo su rostro y enjugándose las lágrimas en su pequeña almohada. Ese día me invadió una clase de inexplicable ternura que yo nunca había sentido antes. Me bajé de donde estaba y por primera vez en mi larga vida me atreví a mostrarme, y fui a consolarla. Al principio me miró con incredulidad pero no se asustó, abrió con una manita las sábanas a modo de invitación y me tumbé a su lado. Desde ese momento nos hicimos inseparables. Dormimos juntas durante años. Yo nunca hablaba, no era necesario, para ella era más importante que la escucharan. La niña me contaba sus pesares, sus ansias, sus sueños y sus desazones, y yo siempre estaba allí para oírla. Nos inventamos un lenguaje por el cual nos entendíamos a golpes de miradas de soslayo. Yo era consciente de que mi vida a su lado sería, como siempre me sucedió, limitada, sabía que un día se marcharía y me volvería a dejar tirada, literalmente, en cualquier rincón y no quise encariñarme demasiado. Y así sucedió, la niña vulgar se convirtió en una jovencita cuyos intereses cambiaron, empezó a interesarse por otras cosas y se marchó. Al principio me sentí vacía, mis ojos no encontraban donde pararse a descansar y mi mente no tenía en qué recrearse. Pasé años en el olvido, arrumbada como una antigüedad que se tira al fondo del trastero para que no estorbe. Evoqué a aquélla pequeña vulgar durante mucho tiempo, siempre deseé que se convirtiera en una mujer grande,  ya sabes, no alta y corpulenta si no de las otras, de las que dejan las huellas de sus pisadas marcadas en el suelo con sutileza.
Y sucedió lo que nunca pensé que podría pasar, un día sonaron las bisagras oxidadas de la puerta y apareció ante mí, exactamente como siempre imaginé que sería. Me arropó entre sus brazos, la emoción se asomó al abismo del castaño de sus ojos y un torrente de emoción se desbordó, mojando sus enjutas mejillas.
Sé cuanto has pensado en mi Belén, cuánto crees que me debes, cuántas noches de terrores y soledades piensas que te he ahorrado y sé cuánto me agradeces el haberte acompañado. Pero estás equivocada, soy yo la que tiene que agradecerte. Me congratulo de poder ver en lo que te has convertido, no eres buena ni mala ni todo lo contrario, pero has crecido, has dejado atrás lo que nada te aportaba y has adquirido la sana costumbre de sonreírle a la adversidad. Sigo sintiéndome cerca de ti aún pasados los años. Y hoy añoro más que nunca unas lágrimas, me gustaría ser capaz de llorar contigo, de emocionarme, de demostrarte la felicidad que me produce volver a verte. Pero sólo me queda decírtelo, no le puedes pedir mucho más a una vieja y raída muñeca de trapo.  


lunes, 20 de junio de 2011

Nada es todo

Olaf está sentando en un banco, cobijándose como puede de un sol dictador  a la sombra de un álamo. Vive en el parque de una ciudad costera de renombre gracias al turismo de lujo. ¡Paradojas de la vida! A sus pies, tumbada como si de un perro fiel se tratase, hay una maleta de cuero. La piel cubierta por un entramado de muescas y arañazos que forman un mapa, forjado en los caminos que ha ido recorriendo a lo largo de su vida.
Es un hombre alto, de tez blanca como la nieve y cabello negro. De padre noruego y madre española, Olaf se ha resignado a la existencia que le ha tocado vivir. Es consciente de que no ha jugado bien sus cartas. Y también de que la inteligencia sin suerte no es nada, mientras que la ignorancia, empujada de un poquito de azar favorable, lo puede suponer absolutamente todo. Es un ser culto y curtido en mil batallas. Al hablar un poco con él, uno se da cuenta de que menciona con frecuencia autores de renombre, citas célebres desconocidas para la mayoría y que su conocimiento musical, de cualquier género, va mucho más allá del que se adquiere por simple afición. Habla varios idiomas, tiene una educación exquisita y es inevitable preguntarse como ha terminado viviendo en la calle. Consciente como es, de la curiosidad que tan refinado caballero despierta, me hace la deferencia de explicarme sus circunstancias aún sin haberle cuestionado al respecto.
-         Yo nací en el seno de lo que se conoce como una familia bien. Mi padre vino a España de vacaciones y conoció a mi madre. Ya sabes, la típica historia de amor entre el guiri y la local. Él era un reputado arquitecto en su país y lo dejó todo por ella. Construyó una casa maravillosa que fue la primera de muchas que iría haciendo con el paso del tiempo, a petición de la gente que veía la nuestra. Sin proponérselo, empezó a trabajar y a ganarse de nuevo muy bien la vida. Yo soy hijo único y como tal me crié. Acudiendo a buenos y caros colegios. Viajando solo en verano desde pequeño, primero a campamentos y luego por libre, según mi padre para adquirir una clase de cultura que sólo se obtiene “viviendo”. Y la verdad es que he tenido una existencia maravillosa. Luego la ley de la vida que es muy irreverente se llevó primero a mi madre. Yo conocí a una chica con la que me casé y con la que no pude tener hijos y es curioso como después de haberlo deseado con tanta intensidad,  me alegro también tanto  de no tenerlos. Trabajábamos los dos, mi padre ya jubilado vivía con nosotros o mejor dicho vivíamos con él en su casa. Nuestro nivel de vida era bueno. Salíamos a cenar a menudo, viajábamos mucho y no nos privábamos de casi nada, aunque éramos bastante sensatos. Pero como todo se acaba en la vida y lo bueno también, llegó el día en que mi padre fue a reunirse con su amor. Caí en una depresión profunda y tuve que dejar el trabajo. La casa era costosísima de mantener con un solo sueldo y las cosas empezaron a enredarse tan deprisa que ni siquiera me dí cuenta de lo que eso suponía. Aún no había heredado la propiedad por falta de ánimo y evidentemente de recursos económicos, una cosa llevo a otra y sucedió lo peor. Un día llego Luana y me dijo que se iba, que no me quería tanto como para ahogarse conmigo en mi depresión y en el rojo de los números de mi cuenta. El abismo que se abrió bajo mis pies fue tan negro y tan hondo que aún no sé como no cometí una locura. El banco se quedó la casa, empapelada como estaba ya de facturas y recibos…-Hace una pausa para tomar aire-. Y si te digo la verdad fue lo mejor que me ha pasado. Me quedé en la calle, los que eran mis amigos me ayudaron y supe que serían incondicionales para siempre. Los que nunca lo fueron no se marcharon, simplemente nunca habían estado. Como no tengo familia, no arrastro de nadie a este lugar abrupto en el que me encuentro. Pero soy optimista, ya no me deprimo, vivo al aire libre. Oigo el trinar de los pájaros cada día y sé que hay dos o tres personas en el mundo que me aman incondicionalmente aunque me niego a vivir de su caridad. Esta noche podría dormir en el sofá de alguno de ellos, pero prefiero arreglármelas sólo. Como decía Semprun, “Todo me había ocurrido ya, nada podía sucederme. Nada sino la vida, para devorarla con avidez”.



domingo, 19 de junio de 2011

Baereto de viejos


Fuera un frío gélido impropio de esta parte del país lo envuelve todo, como un manto helado que se extiende por un cuerpo sin pedir permiso.
Tras la puerta, un bar, un bareto de viejos, con un alicatado antiguo pero impoluto. Unas vitrinas que devuelven la propia imagen al asomarse a ver las viandas que alberga. Sentadas en taburetes, en la barra, dos mujeres, una Marta la otra María, ¿familia? Bíblicamente sí, pero no  es el caso, ¿o lo es y no se acuerdan por que el tiempo impasible se ha encargado de borrar memorias ancestrales que no son de esta vida?
Piden cervezas, cervezas heladas que no van con la temperatura exterior. Dentro es otra cosa, el calor que emana de los cuerpos se eleva en el local formando una cálida nube que apacigua las pieles mientras, a la vez, el alcohol se ocupa de embriagar y caldear los corazones.
Las barras son esos lugares donde uno se desnuda sin darse cuenta, o a propósito sin querer reconocerlo, aprovechando el disfraz que provee el caos controlado del barullo de las conversiones vecinas, ocultando el rostro tras la humareda que se pierde elevándose solemnemente hacia el techo.
Marta es esa mujer que se ha dicho mil veces a si misma que no flaqueará  jamás y María es su opuesto, el ser abierto a cualquier cambio, a cualquier sentimiento o emoción externa, siempre preparada para  jugárselo todo, aunque pierda. Pero parca en palabras.
Marta siente una simpatía natural hacia las cosas y personas extraordinarias. Y María hace algo extraordinario esa noche, sale de su coraza, lentamente, se asoma despacio, como la tortuga de Darwin, hoy no hay que preguntarle por el motivo de sus silencios. Esta noche tiene algo que decir y habla sin que nadie la fuerce. Viene dispuesta a enseñarle a Marta todo aquello que aún ignora de si misma a pesar de creerse la mejor conocedora de su interior.
Y cambian los papeles, la oradora se vuelve oyente y la que decía que no sabía expresarse toma las riendas de un monólogo que va emergiendo de una garganta que parece una cueva mágica.
Pasan las horas María va sentenciando. Marta asiente unas veces, otras no, en ocasiones los interrogantes se hacen dueños de sus arterias y navegan por ellas sin capitán que los gobierne y guíe.
Pasan las horas, da igual lo que hablaran. Cuando se levantan para marcharse el alcohol ya se ha adueñado de su savia e invade el cerebro.
A lo mejor mañana no me acuerdo de todas las cosas maravillosas que he oído esta noche – se dice Marta-.
Pero llega mañana, con el martillo de la resaca repicando en las sienes. Y…la memoria. Ese eco de las cosas que María le ha enseñado sobre sí misma, esas cosas que nunca había podido ver antes, simplemente porque no había tenido tiempo de pararse a mirar.
Y se acuerda del alicatado del bar y sonríe. Sabe que volverá a ese templo añejo, donde ha surgido la fuerza de las almas. Donde al sabor de unas amargas cervezas le han hecho la declaración de amor más grande jamás contada.

sábado, 18 de junio de 2011

El aroma


El tiempo que consume las hojas de los libros amarilleándolas, ese tiempo que hace que las hojas de los árboles caigan y muestren ramas desnudas cargadas de pudor. El mismo tiempo que hace que los recuerdos se difuminen en ese lugar donde se guardan, escondidos como una suerte de Alzheimer adiposo, adosado a las neuronas del cofre donde se meten bajo llave, las miradas más preciadas, las caricias más suaves, los susurros acompañados de caliente aliento cargado de vaho….y el olor.
El aroma es lo último que pierde la  memoria, el capitán de los sentidos. Dispuesto a quedarse atado a la cuerda fina que mantiene el barco de la vida anclado a las profundidades del mar, sujeto a la sequía de lo poco que dejaron los que se fueron sin tiempo si quiera para despedirse.
Todos guardamos el aroma de la piel de alguien en las profundidades del océano de nuestras vidas. Y al cerrar los ojos nos echamos a la mar sin saber si ese día nos acompañará viento de popa o arreciarán las tempestades del dolor tanto tiempo escondido bajo los rayos del sol del presente.
El aire de cristal puede que estalle en mis manos pero los miles de fragmentos que se esparzan por el universo infinito no harán que  me olvide del aroma de quien un día caminó a mi lado y a quien ahora ya, no le queda camino.

La madre


Es noche oscura, negra, dura, ni la luna ha querido salir a su amparo. Corre con los pies desnudos, ya no le lastiman, siquiera siente el escozor de las heridas abiertas en las plantas. Sabe que sangra porque los nota calientes, el viscoso líquido va dejando una estela, como un macabro pulgarcito.
Las balas silban en sus oídos, no ve, no importa, su sentido de supervivencia la hace seguir adelante, sin aliento. Sabe que no debe parar. Si la reseca muerte la encuentra sin haber luchado  lo suficiente por poner a salvo a su hijo vagará por toda la eternidad en el jardín de las almas en pena.
Lleva al niño en sus brazos, lo aprieta contra su pecho. Vienen soldados, se para en una esquina y le pide al Todopoderoso que el niño no llore, si la descubren están muertos los dos.
Pasa una ráfaga por su mente. Se ve a ella misma, pariendo hace apenas un mes al que ahora lucha por poner a salvo a costa de su propia vida. Este dolor es más intenso que aquél, el dolor del miedo que se clava en las venas y golpea en las sienes.
Pasan los militares y ella vuelve sobre sus pasos, da igual la dirección que tome. Hay que correr lo más lejos posible de los tanques.
Despavorida, a duras penas, mantiene aliento en el cuerpo. Sólo el calor que el niño le da a su pecho la hace continuar.
Se mete bajo un coche. Allí podrá amamantarlo hasta que llegue la luz del día y la bendiga con los rayos solares. Entonces le será más fácil encontrar algún refugio. Mejor que te maten con claridad y ver la cara del que lo hace a morir como una rata, en cualquier callejón.
Los soldados no son más que niños envenenados, sedientos de venganza en un conflicto que existe desde hace mucho tiempo, antes de que sus padres se conocieran si quiera. Un conflicto como todos los conflictos, fruto del deseo de poseer lo que no se posee.
Las horas no pasan, el ruido de bombas, de disparos y de proyectiles  al estallar contra fachadas no cesa. El día no quiere hacer acto de presencia, quizás también tenga  miedo de la barbarie. Poco a poco, en segundos que parecen horas, la luz va apareciendo tímidamente. Todo está tranquilo, no hay nadie, sale de su cobijo y corre como alma que lleva el diablo. Sabe que si no lo hace el Diablo vendrá de veras, literalmente a arrancársela con sus propias manos.
Cruza el muro a través de un agujero abierto por los impactos. Está al otro lado pero siente que es igual de peligroso. Es un corzo herido en mitad de una cacería de leones. Que la despedacen es sólo cuestión de tiempo.
Pasa por una calle de edificios que parecen abandonados, de repente se abre una puerta, el rostro de una mujer tan asustada como ella se cobija en la sombra del marco. Le hace una seña con la mano. Ella se acerca, no puede pensar con claridad, si se detiene sabe que caerá desplomada en cualquier momento. El miedo es un sentimiento que se te mete en las entrañas y al que no hay forma de echar, pero más miedo tiene a lo que hay fuera.
Temerosa pero sin perder tiempo entra en la casa. Cuando la puerta se cierra las dos mujeres se quedan cara a cara, invadidas por un extraño silencio que fuera no existe.
La palestina le pregunta a la israelí: -¿Quién eres?
- Otra madre…-contesta la mujer-.