viernes, 4 de mayo de 2012

El Lobo


Ahora que parece que hace de todo mucho tiempo, puedo contar como los acontecimientos fueron colocando en su sitio lo que a priori, me resultó incomprensible.
Recuerdo perfectamente la primera vez que acercó su hocico caliente y húmedo a mí para husmearme y reconocerme quizás. Pero no soy capaz de ubicarlo en el tiempo, eso si, yo era muy pequeña.
El era un lobo un poco más grande que yo, de pelaje brillante y abundante, cuello y patas anchas y unas orejas soberbias que coronaban su no menos magnífica testa. Nos hicimos amigos y yo le seguía a todas partes, nos subíamos por riscos que nadie más osaba escalar, corríamos libres, comíamos y bebíamos sólo cuando teníamos hambre o sed y nos apoyábamos el uno en el otro para dormir. Otros lobos de otras manadas o de la nuestra, lo miraban de reojo, no siempre con aceptación pero todas las veces con respeto y por extensión, a mí, que era algo así como su protegida.
Mi amigo me enseñó muchas cosas, cosas que me serían útiles el resto de mi vida, solía decía:
-      Si tienes miedo, ponte erguida, levanta la cabeza, mira fijamente al frente, ríe como una hiena y pisa fuerte, que nunca huelan tu temor.
-   Cuando estés triste no dejes que el enemigo se aproveche de tu debilidad, aún con ojos vidriosos esboza la mejor de tus sonrisas y no cuentes tus sentimientos a menos que sepas que el receptor está de tu parte.
-      Corre más que los demás y más rápido.
-   Antes de atacar asegúrate de que puedes ganar, si no puedes no lo intentes y si puedes déjalo correr,  no será una lucha limpia si el otro no está a la altura.
-      Si juegas con fuego asume que puedes quemarte y si lo haces no te lamentes y cura sola tus heridas.
Y así un sinfín de indicaciones me fue dando durante muchos años y que ahora que lo pienso, no sé si me hicieron mejor o más fuerte, pero  usé muchos de sus consejos a lo largo de la vida y no me fue tan mal.


El lobo era tierno como podía ser huraño, todo a ratos, nunca fue muy cariñoso y me lamía en contadas ocasiones. Yo lo miraba y veía algo en su interior que no podía explicar, un brillo extraño en la mirada, un hilo de baba en la comisura de los labios, un relamerse las patas algunas veces, a mis espaldas, cuando creía que yo no lo veía. Mi lobo tenía el alma oscura, era siniestro y sabia que podía verle su yo más profundo. No se cansaba de repetirme que no era bueno para mí, que no me convenía y que lo mejor sería que me buscara otro compañero, pero no se iba ni hacía nada por apartarme de su lado.
Pasaron los años  fuimos creciendo los dos, seguimos mucho tiempo caminos paralelos, nos cruzábamos nos mezclábamos, intimábamos y luego nos separábamos para conocer a otros, pero siempre acabábamos volviendo a retozar en el bosque solos, juntos. Nos entendíamos sin hablar, jugábamos a revolcarnos en la arena, yo le mordía el cuello con cuidado de no hacerle daño y el me empujaba con las patas, temeroso de caer sobre mi con todo su peso y romperme algo.
Hasta que un día en el que, sin saber cómo, los juegos pasaron a ser un poco más violentos, yo le mordía despacito pero él apretaba sus dientes mordiéndome la carne, sin llegar a herirme pero causándome marcas en la piel.
Y en un momento dado, como si tomara conciencia de la situación peligrosa en la que nos hallábamos inmersos, paró en seco. Se apartó de mí y fijo su mirada.
El temor invadió mi cuerpo y mi alma,  nos miramos a los ojos y vi sus pupilas como no las había visto nunca antes, inyectadas en sangre, toda su musculatura temblaba y su mandíbula permanecía cerrada, supe al instante que estaba haciendo un esfuerzo titánico para no atacarme y no entendí el motivo de su comportamiento.
Se dio la vuelta y justo antes de marcharse me dijo: Aunque no esté contigo, siempre estaré a tu lado. Después desapareció.
Tras el primer impacto merodeé sola mucho tiempo, lo busqué por aquéllos lugares que solíamos frecuentar, recorrí bosques y ríos, pero no lo encontré.
Lloré su ausencia largamente, lo maldije en numerosas ocasiones, incomprendida y sola como me sentía.
Y rehice mi vida, continué caminando, conocí a otros y seguí respirando no sé si por voluntad o por inercia.
Y un día, cuando ya casi no podía recordar el pelaje del lobo aquel al que tanto quise y que tanto me enseñó, me acerqué al río. Y esta vez no bebí con los ojos cerrados como hacía siempre, los abrí y al ver mi reflejo en el agua me asusté muchísimo. Me costó un rato reconocerme en la imagen que me devolvían las aguas. Yo no era una loba como siempre había creído, era una corza. Y en ese instante las lágrimas acudieron a mis ojos y comprendí.
El lobo me quiso.  Y yo que me sentí rechazada y repudiada entendí todo en un segundo.
Mi lobo nunca tuvo intención de hacerme daño y antes de despedazarme, luchó contra su instinto durante años para, cuando ya no tuvo fuerzas, desaparecer antes de tener que matarme.
Mi lobo me amó tanto, como nadie me había amado en mi vida.