Ahora
que parece que hace de todo mucho tiempo, puedo contar como los
acontecimientos fueron colocando en su sitio lo que a priori, me resultó
incomprensible.
Recuerdo
perfectamente la primera vez que acercó su hocico caliente y húmedo a mí para
husmearme y reconocerme quizás. Pero no soy capaz de ubicarlo en el tiempo, eso
si, yo era muy pequeña.
El
era un lobo un poco más grande que yo, de pelaje brillante y abundante, cuello
y patas anchas y unas orejas soberbias que coronaban su no menos magnífica testa.
Nos hicimos amigos y yo le seguía a todas partes, nos subíamos por riscos que
nadie más osaba escalar, corríamos libres, comíamos y bebíamos sólo cuando
teníamos hambre o sed y nos apoyábamos el uno en el otro para dormir. Otros
lobos de otras manadas o de la nuestra, lo miraban de reojo, no siempre con
aceptación pero todas las veces con respeto y por extensión, a mí, que era algo
así como su protegida.
Mi
amigo me enseñó muchas cosas, cosas que me serían útiles el resto de mi vida, solía decía:
-
Si tienes miedo,
ponte erguida, levanta la cabeza, mira fijamente al frente, ríe como una hiena
y pisa fuerte, que nunca huelan tu temor.
- Cuando estés
triste no dejes que el enemigo se aproveche de tu debilidad, aún con ojos
vidriosos esboza la mejor de tus sonrisas y no cuentes tus sentimientos a menos
que sepas que el receptor está de tu parte.
-
Corre más que los
demás y más rápido.
- Antes de atacar
asegúrate de que puedes ganar, si no puedes no lo intentes y si puedes déjalo
correr, no será una lucha limpia si el otro
no está a la altura.
-
Si juegas con
fuego asume que puedes quemarte y si lo haces no te lamentes y cura sola tus
heridas.
Y
así un sinfín de indicaciones me fue dando durante muchos años y que ahora que
lo pienso, no sé si me hicieron mejor o más fuerte, pero usé muchos de sus consejos a lo largo de la
vida y no me fue tan mal.
El
lobo era tierno como podía ser huraño, todo a ratos, nunca fue muy cariñoso y
me lamía en contadas ocasiones. Yo lo miraba y veía algo en su interior que no
podía explicar, un brillo extraño en la mirada, un hilo de baba en la comisura
de los labios, un relamerse las patas algunas veces, a mis espaldas, cuando
creía que yo no lo veía. Mi lobo tenía el alma oscura, era siniestro y sabia
que podía verle su yo más profundo. No se cansaba de repetirme que no era bueno
para mí, que no me convenía y que lo mejor sería que me buscara otro compañero,
pero no se iba ni hacía nada por apartarme de su lado.
Pasaron
los años fuimos creciendo los dos,
seguimos mucho tiempo caminos paralelos, nos cruzábamos nos mezclábamos,
intimábamos y luego nos separábamos para conocer a otros, pero siempre
acabábamos volviendo a retozar en el bosque solos, juntos. Nos entendíamos sin
hablar, jugábamos a revolcarnos en la arena, yo le mordía el cuello con cuidado
de no hacerle daño y el me empujaba con las patas, temeroso de caer sobre mi
con todo su peso y romperme algo.
Hasta
que un día en el que, sin saber cómo, los juegos pasaron a ser un poco más
violentos, yo le mordía despacito pero él apretaba sus dientes mordiéndome la
carne, sin llegar a herirme pero causándome marcas en la piel.
Y
en un momento dado, como si tomara conciencia de la situación peligrosa en la
que nos hallábamos inmersos, paró en seco. Se apartó de mí y fijo su mirada.
El
temor invadió mi cuerpo y mi alma, nos
miramos a los ojos y vi sus pupilas como no las había visto nunca antes,
inyectadas en sangre, toda su musculatura temblaba y su mandíbula permanecía
cerrada, supe al instante que estaba haciendo un esfuerzo titánico para no
atacarme y no entendí el motivo de su comportamiento.
Se
dio la vuelta y justo antes de marcharse me dijo: Aunque no esté contigo,
siempre estaré a tu lado. Después desapareció.
Tras
el primer impacto merodeé sola mucho tiempo, lo busqué por aquéllos lugares que
solíamos frecuentar, recorrí bosques y ríos, pero no lo encontré.
Lloré
su ausencia largamente, lo maldije en numerosas ocasiones, incomprendida y sola
como me sentía.
Y
rehice mi vida, continué caminando, conocí a otros y seguí respirando no sé si
por voluntad o por inercia.
Y
un día, cuando ya casi no podía recordar el pelaje del lobo aquel al que tanto
quise y que tanto me enseñó, me acerqué al río. Y esta vez no bebí con los ojos
cerrados como hacía siempre, los abrí y al ver mi reflejo en el agua me asusté
muchísimo. Me costó un rato reconocerme en la imagen que me devolvían las
aguas. Yo no era una loba como siempre había creído, era una corza. Y en ese instante las lágrimas acudieron a mis ojos y comprendí.
El
lobo me quiso. Y yo que me sentí rechazada
y repudiada entendí todo en un segundo.
Mi
lobo nunca tuvo intención de hacerme daño y antes de despedazarme, luchó contra
su instinto durante años para, cuando ya no tuvo fuerzas, desaparecer antes de
tener que matarme.
Mi
lobo me amó tanto, como nadie me había amado en mi vida.