miércoles, 7 de septiembre de 2011

Un hombre y un puerto

Hay hombres que con la mirada te desabrochan el vestido y con una sonrisa te acarician la piel aún en  la distancia. Él es uno de esos hombres, irresistiblemente atractivos, que vuelve cabezas por donde pasa y que aunque no se note a simple vista, camina protegiéndose permanentemente. En una palabra, un duro como los de áquellas películas en blanco y negro. Lleva esculpida bajo la epidermis una coraza de romano, con sus abdominales, sus bíceps y tríceps, sus trapecios; todo un espectáculo andante. Conscientemente marca su musculatura ya de por si portentosa, más para distraer tu atención y alejarte de la curiosidad de querer escarbar en su interior, en el mapa de sus emociones, que para atraerte.
Es amable y encantador de serpientes si la jornada le es propicia, pero en caso contrario puede llegar a ser ordinario y vulgar empleando un lenguaje tan soez, que te si te descuidas puede quebrarte en lo más hondo con la facilidad que se rasga una hoja seca. A veces también se muestra tan delicado que al cogerte la mano,  te hará sentir como a una frágil bailarina de cristal a la que trasladan de estantería.
Repite una y mil veces que no quiere que te asomes a su interior, que no es lo suficientemente bueno para mostrar todo lo que alberga y que no desea que le veas el alma.
Es un hombre grande, no de tamaño, que es normal, si no de espíritu. Busca la perfección constantemente y aunque la ha alcanzado físicamente hace ya mucho tiempo, no cree haber llegado a rozar el borde de la excelencia interior con la yema de los dedos.
En él se entremezclan, como dos piezas de un puzzle perfecto el ying y el yang. Y hasta cuando su ferocidad alcanza cotas inimaginables para quien no haya presenciado uno de sus ataques de ira, raya lo sublime.
A este tipo de hombres se le odia o se le ama con la misma intensidad, con ellos no existe el término medio. Hay que disponer de un sentimiento de amor incondicional para esconder bajo un tupido y espeso velo sus torpes tropiezos. Que hay que reconocer que no son más que el fruto de su búsqueda por ser mejor y más perfecto.
Y hoy, cuando lo veo por la calle, marcando el paso como si fuera un hombre que a pesar de estar perdido sabe a donde va, volviendo las cabezas a ambos sexos, henchidos de admiración hacia su persona, sólo puedo recordar nuestra adolescencia juntos.
El me enseño a caminar erguida aún cuando el dolor me doble el esternón, a sonreír al enemigo antes de su burdo ataque y a marcharme despacio sin hacer ruido cuando todo lo que se oye alrededor es rotura de cristales.
Y el sigue su camino, imponente, apoyada su osamenta sobre las poderosas columnas de sus piernas, mostrando una seguridad de la que carece y rebosando de la incertidumbre de quien  no sabe que está buscando.
Y es paradójico que ese mismo hombre tan fuerte por fuera como frágil por dentro, ese que no se siente aún anclado a ningún puerto, me haya enseñado a mi, a atracar mi barco en aguas calmadas bañadas por soles templados.