Hace mucho, mucho tiempo, yo era un joven lobo de mar, escéptico, fuerte y de pocos escrúpulos. Tenía fama de egocéntrico entre mis compañeros y a buen seguro llevaban razón. Hacía mi trabajo, no me aliaba con nadie a no ser que fuera en beneficio propio y nunca se me pasó por la cabeza ser amigo de otro marinero. A lo único que yo creía que debía fidelidad era a la embarcación con la que nos hacíamos a la mar. El ser huraño en el que me había convertido, me llevaba a pasar las horas libres aislado, fumando en mi catre o mirando las estrellas.
Una de esas noches en que el aislamiento pesaba con la densidad de una manta mojada, me entretenía en liar un cigarrillo, tan concienzudamente que parecía que fuera lo ultimo que iba ha hacer en la vida. El silencio se resquebrajó por el sonido claro y cercano de un chapoteo. Cuando me asomé vi a un hombre sumergiéndose con tanta exquisitez y delicadeza que más que bracear parecía que acariciaba el agua. Me quedé un rato observándolo, escondido en la sombra que proyectaba el palo mayor, sin llegar a reconocer en él a ninguno de los individuos que me acompañaban en la travesía.
Perdí la noción y no sé cuanto tiempo pasó, pero recuerdo con claridad como el corazón se me iba acelerando paulatinamente, igual que una locomotora vieja, a trompicones. Hasta tal punto llegué a oír mis propios latidos y con tan vívida nitidez que me dolían las sienes a cada golpe de sangre.
El nadador tenía distinguidos ademanes, piel nívea y aspecto aterciopelado. Cabellos rojos, sedosos que flotaban de manera parecida a como las llamas de una hoguera bailan moldeando el fuego. Su pelo adquiría en el agua formas diversas, tan variadas como una pira danzando al son marcado por cada chisporroteo. Debí hacer algún ruido involuntario y el hombre se volvió hacia donde yo estaba. No lo conocía. El verdor de sus ojos desprendía una luz que nunca más he visto en nadie y me invadió las entrañas con tal violencia que casi me cortó la respiración. Supe al instante que un sentimiento profundo se me acababa de enquistar en la piel, el alma y hasta en la médula.
Charlamos un rato, le ofrecí embarcar pero me dijo que no debía. Cuando nos despedimos le pregunté si volveríamos a vernos y me prometió que así sería si yo lo deseaba. Y si, deseaba a aquél hombre más que nada en el mundo. Nunca me pregunté de donde venía ni adonde iría tras nuestro encuentro.
Desde esa primera vez, nos citamos cada noche, como dos furtivos. Siempre en las mismas circunstancias. Hablábamos, nos zambullíamos, nos reíamos, nuestros labios se posaban en los del otro con ternura y una pasión que a mi me pareció infinita y que me fue embriagando hasta perder la razón.
Yo insistía a veces para que subiera a la nave y una noche accedió después de mucho dudarlo. Primero escalé yo y luego tiré de sus brazos torneados y le ayudé a salvar el resbaladizo casco. Nos sentamos en el suelo de la cubierta de proa y una luz blanca de luna llena nos iluminó, dejando al descubierto algo que cambió mi vida para siempre. Una electricidad paralizó mi cuerpo y embotó mi mente. Mi amante tenía en lugar de piernas, una enorme cola de pez cubierta por brillantes escamas del mismo e intenso verdor que sus ojos.
Casi avergonzado me confesó que era un sireno, que se había enamorado de mi y que lo único que quería era pasar el resto de su vida a mi lado. Lo examiné rayando el desprecio y me sostuvo la mirada con una mezcla de pena y valentía, los dos éramos conscientes de que todo había acabado entre nosotros. Me invadió la ira o el miedo o la ignorancia y perdí la cabeza, la vergüenza y la compostura. Le insulté, le llamé monstruo y olvidé de un plumazo todo el afecto que me había regalado durante tantas y tan dulces noches.
Cuando por fin me callé, oí un canto extraño, una voz dulce y sibilina que taponó todas mis arterias y me dejó al borde del precipicio de la locura.
El sireno estaba llorando, se dolía por mi, por él, por un amor imposible y por la penitencia. El gigante egoísta que habitaba en mi fuero interno no me dejó ver que yo realmente le amaba tal y como era. Y hoy casi al final de mi lúgubre y triste vida, no puedo más que esbozar una mueca, algo parecido a una sonrisa. El seguirá nadando por mares y océanos quizás con pena, pero libre. A mi me dejó ir sabiendo la condena que yo mismo me había impuesto, adorar desde la más profunda de las soledades todas y cada una de sus escamas .
Ilustración de Mónica Vázquez Ayala

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