Fuera un frío gélido impropio de esta parte del país lo envuelve todo, como un manto helado que se extiende por un cuerpo sin pedir permiso.
Tras la puerta, un bar, un bareto de viejos, con un alicatado antiguo pero impoluto. Unas vitrinas que devuelven la propia imagen al asomarse a ver las viandas que alberga. Sentadas en taburetes, en la barra, dos mujeres, una Marta la otra María, ¿familia? Bíblicamente sí, pero no es el caso, ¿o lo es y no se acuerdan por que el tiempo impasible se ha encargado de borrar memorias ancestrales que no son de esta vida?
Piden cervezas, cervezas heladas que no van con la temperatura exterior. Dentro es otra cosa, el calor que emana de los cuerpos se eleva en el local formando una cálida nube que apacigua las pieles mientras, a la vez, el alcohol se ocupa de embriagar y caldear los corazones.
Las barras son esos lugares donde uno se desnuda sin darse cuenta, o a propósito sin querer reconocerlo, aprovechando el disfraz que provee el caos controlado del barullo de las conversiones vecinas, ocultando el rostro tras la humareda que se pierde elevándose solemnemente hacia el techo.
Marta es esa mujer que se ha dicho mil veces a si misma que no flaqueará jamás y María es su opuesto, el ser abierto a cualquier cambio, a cualquier sentimiento o emoción externa, siempre preparada para jugárselo todo, aunque pierda. Pero parca en palabras.
Marta siente una simpatía natural hacia las cosas y personas extraordinarias. Y María hace algo extraordinario esa noche, sale de su coraza, lentamente, se asoma despacio, como la tortuga de Darwin, hoy no hay que preguntarle por el motivo de sus silencios. Esta noche tiene algo que decir y habla sin que nadie la fuerce. Viene dispuesta a enseñarle a Marta todo aquello que aún ignora de si misma a pesar de creerse la mejor conocedora de su interior.
Y cambian los papeles, la oradora se vuelve oyente y la que decía que no sabía expresarse toma las riendas de un monólogo que va emergiendo de una garganta que parece una cueva mágica.
Pasan las horas María va sentenciando. Marta asiente unas veces, otras no, en ocasiones los interrogantes se hacen dueños de sus arterias y navegan por ellas sin capitán que los gobierne y guíe.
Pasan las horas, da igual lo que hablaran. Cuando se levantan para marcharse el alcohol ya se ha adueñado de su savia e invade el cerebro.
A lo mejor mañana no me acuerdo de todas las cosas maravillosas que he oído esta noche – se dice Marta-.
Pero llega mañana, con el martillo de la resaca repicando en las sienes. Y…la memoria. Ese eco de las cosas que María le ha enseñado sobre sí misma, esas cosas que nunca había podido ver antes, simplemente porque no había tenido tiempo de pararse a mirar.
Y se acuerda del alicatado del bar y sonríe. Sabe que volverá a ese templo añejo, donde ha surgido la fuerza de las almas. Donde al sabor de unas amargas cervezas le han hecho la declaración de amor más grande jamás contada.
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