Hay hombres que con la mirada te desabrochan el vestido y con una sonrisa te acarician la piel aún en la distancia. Él es uno de esos hombres, irresistiblemente atractivos, que vuelve cabezas por donde pasa y que aunque no se note a simple vista, camina protegiéndose permanentemente. En una palabra, un duro como los de áquellas películas en blanco y negro. Lleva esculpida bajo la epidermis una coraza de romano, con sus abdominales, sus bíceps y tríceps, sus trapecios; todo un espectáculo andante. Conscientemente marca su musculatura ya de por si portentosa, más para distraer tu atención y alejarte de la curiosidad de querer escarbar en su interior, en el mapa de sus emociones, que para atraerte.
Es amable y encantador de serpientes si la jornada le es propicia, pero en caso contrario puede llegar a ser ordinario y vulgar empleando un lenguaje tan soez, que te si te descuidas puede quebrarte en lo más hondo con la facilidad que se rasga una hoja seca. A veces también se muestra tan delicado que al cogerte la mano, te hará sentir como a una frágil bailarina de cristal a la que trasladan de estantería.
Repite una y mil veces que no quiere que te asomes a su interior, que no es lo suficientemente bueno para mostrar todo lo que alberga y que no desea que le veas el alma.
Es un hombre grande, no de tamaño, que es normal, si no de espíritu. Busca la perfección constantemente y aunque la ha alcanzado físicamente hace ya mucho tiempo, no cree haber llegado a rozar el borde de la excelencia interior con la yema de los dedos.
En él se entremezclan, como dos piezas de un puzzle perfecto el ying y el yang. Y hasta cuando su ferocidad alcanza cotas inimaginables para quien no haya presenciado uno de sus ataques de ira, raya lo sublime.
A este tipo de hombres se le odia o se le ama con la misma intensidad, con ellos no existe el término medio. Hay que disponer de un sentimiento de amor incondicional para esconder bajo un tupido y espeso velo sus torpes tropiezos. Que hay que reconocer que no son más que el fruto de su búsqueda por ser mejor y más perfecto.
Y hoy, cuando lo veo por la calle, marcando el paso como si fuera un hombre que a pesar de estar perdido sabe a donde va, volviendo las cabezas a ambos sexos, henchidos de admiración hacia su persona, sólo puedo recordar nuestra adolescencia juntos.
El me enseño a caminar erguida aún cuando el dolor me doble el esternón, a sonreír al enemigo antes de su burdo ataque y a marcharme despacio sin hacer ruido cuando todo lo que se oye alrededor es rotura de cristales.
Y el sigue su camino, imponente, apoyada su osamenta sobre las poderosas columnas de sus piernas, mostrando una seguridad de la que carece y rebosando de la incertidumbre de quien no sabe que está buscando.
Y es paradójico que ese mismo hombre tan fuerte por fuera como frágil por dentro, ese que no se siente aún anclado a ningún puerto, me haya enseñado a mi, a atracar mi barco en aguas calmadas bañadas por soles templados.
A veces se representa más uno por lo que pueda pasar que por lo que pasa.
ResponderEliminarPero tú aprendiste, eso vale millones.
Extraordinario ,Belen ......es que lo estoy bien y hasta puede que conozca alguno parecido.
ResponderEliminarYa quisiera yo aprender con mas celeridad y evitar escollos y tropiezos innecesarios pero el camino hay que hacerlo, me temo. Eso si, lo poco que aprendo no se me olvida. Besos lib. Marga que trabajito me ha costado pero por fin pude comentar tu blog. Tu si que eres extraordinaria compañera!
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