lunes, 29 de agosto de 2011

Al gato, si!


Nos vamos de casa rural. 
El pueblo es pequeño, está muy por encima del nivel del mar y relativamente cerca, pero aún así no lo había visitado antes.
Cuando vemos la casita no sabemos si echarnos a reír o llorar directamente. Está construida en el borde de un desfiladero, aunque en realidad han tenido que hacerle una base recta sujetada por vigas de madera que sobresalen del terreno escarpado, mostrando una fragilidad pasmosa que da miedo si lo piensas mucho.
Es una casa de gnomos. Casita de madera con contraventanas de juguete y una puertecita  ante la que hay que inclinarse por muy bajito que seas.
Al pasar al interior vemos que tiene una cocina americana, un saloncito con chimenea y dos habitaciones en la planta baja, la tercera está ubicada en la buhardilla de techo inclinado donde acomodamos a los niños, que para ellos es más fácil moverse en tan poca altura.
Justo en la entrada hay un porche pequeñito, guardando perfecta proporción con el tamaño del resto de la casita. Tiene una mesa de madera con bancos corridos, sujetados al suelo por clavos y una pequeña barbacoa donde pensamos hacer la cena.
Hasta esa hora decidimos irnos al pueblo a dar una vuelta y más que una vuelta resulta una escalada. ¡Cuántas cuestas en tan pocas calles! Noto que me falta el aire y pienso que puede ser alergia, buscamos la única farmacia que hay y compro un antihistamínico que me ayude a pasar lo que intuyo será una noche larga y asfixiante.  Volvemos a la casita, todos jadeando por el esfuerzo, no comprendo como nadie puede vivir en un lugar tan inclinado, y desde luego mi admiración crece cuando veo ancianos subir sin necesidad de ayudarse si tan quiera de un bastón. ¡Lo que hace la costumbre! Me digo a mi misma.
Encendemos la lumbre donde asaremos carne y patatas que haremos envueltas en papel de aluminio en las brasas de la barbacoa y también  preparamos una ensaladita.
Y entonces aparece él, recién salido de la nada…Está flaco, tiene los ojos verdes, como todo felino que se precie y el pelaje naranja con rayas rubias. Maúlla despacito, como sin fuerzas y a mí que no me gustan nada los bichos, intuyo que me va  a dar la noche el tierno animalito.
Ronronea refregándonos el lomo por las piernas a todos y yo sonrío con cara de circunstancias, no sea que los demás piensen que estoy deshumanizada, pero cada vez que me roza, pienso en la cantidad de pelos que me estará dejando el gatito en los pantalones y en el peste que huele la grasa de pelaje de bichito.
Los niños se lo están pasando en grande, corretean con el animal, juegan, le acarician y él se deja hacer.
Nos sentamos a comer y entre otros manjares disfrutamos  de un buen pollo, todos devoran con avidez, debe ser cierto que el campo abre el apetito.
Alguien le da de cenar al lindo gatito, un poquito de pollo, unos trocitos de patata asada, hasta lechuga como el bicho y yo que siempre pienso que a la gente que come mucha lechuga se le acaba por poner cara de tortuga, me da por pensar en un gato con la cara de la mascota de Darwin.
La noche va a ser movidita, entre el polvo que hay en la casa, esa legión de ácaros dándose empellones para entrar el primero en mi organismo, el asma que empieza a inundarme los bronquios y la visión del gato enmascarado con cara arrugada de tortuga, soberviene oscuridad cargada, dicho sea de paso,  de la intuición de que voy a vivir una velada inolvidable.
Y mis peores augurios se cumplen. Efectivamente, cuando todos duermen desde hace mucho rato y el silencio se cuela por cada una de las rendijas de la casa, un pitido muy simpático se adueña de mi pecho, la música de la banda sonora de mi alergia. Me siento en una silla, voy a dificultarle a la simpática legión de visitantes todo lo que pueda, el trabajo de la invasión de mis vías respiratorias. Pasan las horas y a la dificultad que representa cada bocanada de aire que doy, se le suma el valor añadido de una tos, seca, cansina y persistente que insiste en hacer los coros de la banda de música que llevo dentro.
La noche pasa lentamente y a pesar de que el cansancio me vence soy incapaz de cerrar los ojos. El asma no quiere darme tregua y me mantiene en vilo hasta que amanece finalmente, trayendo la esperanza de lo que puede ser quizás, un día tranquilo.
Cuando todos se levantan desayunamos juntos, uno de los niños, de pelo rojo como el lindo gatito y con quien ha hecho particulares buenas migas, quizás por la simpatía que ha despertado el felino en el chiquillo ante la semejanza de color del pelaje, abre la puerta del porche y sale disparado buscando a su nuevo compañero de juegos.
Pero lo que se adivinaba como una estupenda mañana de domingo se torna de repente en una tragicomedia indescriptible, aunque voy a intentar contarla con la máxima seriedad.
El niño pone el pie en el escalón de acceso a la calle, ve algo y horrorizado entra de nuevo como si un ente superior le hubiera empujado hacia dentro con todas sus fuerzas…
-         Mamá el gato se ha muerto!!
Nos quedamos todos en silencio, salimos a la puerta y nos encontramos al bicho literalmente tieso, con las patas hacia arriba, tumbado sobre la rejilla de la barbacoa.
Debo de ser de una crueldad extrema porque la risa se da empellones trepando por mi garganta y la ahogo como puedo para no herir susceptibilidades.
Una de las personas que viene con nosotros palidece, ama profundamente a los animales, se acerca, lo coge, quiere enterrarlo, se le saltan unas lágrimas.
Y yo que guardo silencio pienso: - ¿Cómo se te ocurre darle pollo a un gato criatura? Fijo que se ha atragantado con un hueso. Pero claro a ver como le digo nada, mejor me callo que bastante tiene con la pena…
¿Y la barbacoa? Qué asco seguro que antes se han muerto más bichos sobre la rejilla y anoche nos hartamos de comer…anda que el que venga detrás!!!!!
Hacemos un silencio respetuoso en todos los casos, menos en el mío, que lamento decir viene impuesto a propósito para no soltar una carcajada. Con la noche que me han dado los ácaros, el asco que todavía me dan pelos del finado pegados a mi pantalón y la alergia que me dan los bichos en general, mejor me callo y dejo pasar este rato en el que me debato entre salir corriendo y partirme de risa ante tan ridícula situación.
Enterramos al animalito, guardamos un minuto de silencio y me monto la primera en el coche para salir  de aquél pueblo del que nunca olvidaré el nombre porque hasta para eso hemos tenido mala suerte…Algatocín. Que ya quedará grabado para siempre en mi memoria como “Al gato, si”.


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